Pobreza material y pobreza de espíritu
3 “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
La mentalidad típica de los espíritus mundanos de todos los tiempos recita: “Bienaventurados los ricos y los poderosos, porque ellos pueden satisfacer todos sus caprichos y apetitos”.
Esa era la máxima de vida de los pueblos paganos de la Antigüedad, y sigue siéndolo hoy en los ambientes donde Nuestro Señor Jesucristo dejó de ser el centro.
Por el contrario, el divino Maestro proclamará: “El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). O bien: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios” (Lc 18, 25).
Por tanto, la contraposición entre la doctrina del Hombre Dios y el espíritu del mundo no podría ser más completa. Así, bien podemos imaginar el estupor de quienes lo seguían cuando le oyeron enaltecer lo opuesto a la felicidad como la entendía la mentalidad de aquella época: “Bienaventurados los pobres de espíritu”.
Tanto más siendo Jesús el ejemplo vivo y modelo insuperable de esa innovadora doctrina.
Creador del Cielo y de la Tierra, había elegido como cuna un pesebre instalado en una gruta fría, apenas calentada por la presencia de un buey y un burro. Y después de treinta años de existencia humilde y oculta, pudo decir durante su vida pública: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58).
Cabe destacar, sin embargo, que Cristo no se refiere aquí principalmente a la pobreza material, como apunta con finura el Papa Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret : “La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios. Pero el corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser malvado, estar por dentro lleno de afán de poseer, olvidando a Dios y codiciando sólo bienes materiales”.8
Los “pobres de espíritu” mencionados por el divino Maestro en este versículo no son los faltos de dinero, sino los hombres desapegados de los bienes de este mundo, sean muchos o pocos, para seguir a Cristo.
Un rico puede ser pobre de espíritu en medio de la abundancia y la prosperidad, gracias a la práctica de la caridad y por la sumisión a la voluntad de Dios, en función de la cual administra su riqueza. El santo Job es uno de los ejemplos más hermosos en esta materia. Por otro lado, un pobre que se ha rebelado contra su condición, dominado por la envidia, por la ambición o por el orgullo, será un “rico de espíritu” al cual jamás podrá pertenecer el Reino de los Cielos.
Así pues, la pobreza de espíritu consiste en la aceptación de las circunstancias personales, convencidos de nuestra completa dependencia de Dios, a quien todo le debemos, y en la certeza de que nuestra existencia es un mero camino para llegar al Cielo. El que así procede será feliz ya en esta vida, porque liberándose de todo apego desordenado y volcándose a los bienes espirituales, de alguna manera ya posee por la gracia la bienaventuranza eterna.
El valor del sufrimiento frente a Dios
4 “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”.
A la naturaleza humana decaída le repugna el dolor, el sacrificio e incluso el menor esfuerzo.
Sin embargo, el Señor enaltece en la segunda bienaventuranza el llanto de los que soportan sufrimiento físico y el dolor moral por razones sobrenaturales, como en expiación por los pecados propios o —lo que es más noble— en reparación por las culpas ajenas. Bienaventuradas son las santas lágrimas de estos afligidos, que tanto consuelo pueden traerles al ayudarlos a ver el vacío de los bienes pasajeros y a merecer los eternos.
Bienaventurados serán también porque Dios nunca deja de confortar, a partir de esta tierra, a quien acepta el dolor y, a imitación de Cristo, se arrodilla ante la cruz y la besa antes de cargarla sobre los hombros. Su gozo no será pequeño pues, como afirma San Juan Crisóstomo,
“cuando es Dios el que nos consuela, aun cuando vengan sobre nosotros las penas tan copiosas como los copos, todas las superamos. Dios nos recompensa siempre por encima de nuestros trabajos”.9
La verdadera mansedumbre
5 “Bienaventurados los mansos, porque poseerán en herencia la tierra”.
La mansedumbre elogiada por Cristo en este versículo consiste sobre todo en que el hombre sea continuamente dueño de sí mismo, controlando sus emociones e impulsos. Esta virtud le impide murmurar contra las adversidades permitidas por Dios, y lo lleva a no irritarse con los defectos de los hermanos, buscando, en cambio, deshacer los malentendidos y disculpar con generosidad las ofensas recibidas.
Los mansos de corazón no sólo evitan la discordia con el prójimo, sino que se emplean a fondo para que aquella no se establezca entre los hermanos. Soportan el peso de la vida, conformándose siempre con la voluntad de Dios. San Agustín los elogia: “Cuando les va bien, alaban a Dios, y, cuando mal, no blasfeman a Dios; en las buenas obras que hacen glorifican a Dios y en los pecados se acusan a sí mismos”.10 Una vez más el santo Job nos dará ejemplo de esta virtud, con su admirable fidelidad durante la terrible prueba. ¿Y cuál es la tierra que poseerán los mansos?
La tierra de los vivos: el Cielo. Pero ya en este mundo, aun entre dolores y tristezas, disfrutan una constante alegría en el fondo de sus almas, anticipo del gozo del Reino Eterno.
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