La vocación es un don concedido liberalmente por Dios. Y, a veces, Se complace el Señor en llamar a alguien aparentemente contrario a la misión para la cual Él lo destina, con el fin de manifestar con mayor fulgor el poder de Su Gracia y la gratuidad de Su llamada. En esos casos, a pesar de las aparentes paradojas y la rebeldía del propio interesado, cuyas aspiraciones parecen chocar con los designios Divinos, el Señor va preparando los caminos, sirviéndose hasta de los propios obstáculos para hacer cumplir Su Santa Voluntad.
Nada parecía indicar que aquel jovencito de rostro vivo e inteligente, de nombre Saulo, se fuese a transformar en un intrépido defensor de Jesucristo. Nacido en Tarso (Cilicia), en el seno de una familia judaica, el pequeño Saulo estuvo, desde muy pronto, sujeto a dos fuertes influencias que pesarían mucho en la formación de su carácter.
Por un lado, las convicciones religiosas que aprendiera de sus padres no tardarían en hacer de él un auténtico fariseo, apegado a las tradiciones, anhelante por la llegada de un Mesías victorioso y libertador del pueblo elegido, entonces sometido al yugo extranjero, y celoso cumplidor de la Ley hasta en sus últimas prescripciones.
Por otro lado, el ambiente de su ciudad natal marcó profundamente la personalidad del joven fariseo. Tarso —metrópoli griega, súbdita del Imperio Romano— era en la época, por su localización privilegiada, uno de los centros de comercio más importantes. Repleta de gente, proveniente de las naciones más diversas, cuyas lenguas y costumbres se mezclaban bajo el factor preponderante de la cultura helénica. La Providencia comenzaba a preparar al joven fariseo para su futura misión de Apóstol de las Gentes.
Apenas había salido de la adolescencia, Saulo abandonó su patria para instalarse en la ciudad cuna de la religión de sus antepasados: Jerusalén. Allí se hizo un asiduo estudioso de las Escrituras, instruido por el docto Gamaliel, uno de los miembros más destacados del Sanedrín. También aquí podemos notar la mano de Dios interviniendo en su vida, pues el conocimiento de los Libros Sagrados, que adquirió a lo largo de esos años, le sirvió más tarde para abrir sus horizontes respecto a la realidad mesiánica de Jesucristo.
Mientras tanto, si Saulo progresaba a pasos agigantados en las doctrinas farisaicas, bajo la mirada vigilante de Gamaliel, en nada pareció asimilar la prudencia que caracterizaba a su maestro, siempre cauto en sus juicios y comedido en sus apreciaciones. Por el contrario, el joven alumno daba muestras de un exaltado fanatismo religioso, como él mismo confesaría en su Epístola a los Gálatas: “Incluso aventajaba a muchos compatriotas de mi edad como fanático partidario de las tradiciones de mis antepasados”(Gal 1,14).
En el interior del discípulo de Gamaliel palpitaba un corazón sincero, a la búsqueda de la verdad. La busca ba ardorosamente, deseoso de alcanzar el pleno conocimiento de ella. No sabía que en el culmen de sus ansias Se encontraba Aquél que, de Sí mismo, dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por Mí” (Jn 14,6).
Sí, Saulo no podría llegar al Padre, Suprema Verdad, sin pasar por Jesús, el Mediador entre Dios y los hombres. La afirmación proferida por el Divino Maestro, momentos antes de Su Pasión, él la vería cumplir en su propia vida, aunque contra su voluntad y a pesar de sus reluctancias. Y la ocasión se habría de presentar justamente cuando las convicciones de Saulo, enfrentadas al Cristianismo que surgía, se habían convertido en
Encuentro de Saulo con el Cristianismo
Saulo pasó algunos años fuera de Jerusalén, coincidiendo con el período de la vida pública de Jesús. Cuando volvió, constató un gran cambio. La Ciudad Santa no era la misma que él conociera en sus tiempos de estudiante: después de la tragedia de la Pasión, pesaba sobre la conciencia del pueblo y, sobre todo, de las autoridades, la figura ensangrentada de la Víctima del Gólgota, que ellos en vano procuraban lanzar en el olvido. Y más aún: los discípulos de aquel hombre no temían predicar su doctrina en el propio Templo, proclamando que ese Jesús a quien habían matado resucitó de entre los muertos (cf. Hech 3,11ss.).
Tales acontecimientos no podían dejar indiferente a un fariseo militante como Saulo. No comprendía que aquellos simples galileos se levantasen impunemente contra la religión de sus antepasados, arrastrando tras de sí tal multitud de seguidores. Su irritación llegó al auge cuando, estando en la sinagoga llamada de los Libertos, donde semanalmente se reunían judíos de todas las comunidades de la Diáspora, se encontró con un joven llamado Esteban, que anunciaba con todo entusiasmo las glorias del Crucificado.
El joven Saulo se sentía incomodado: las palabras de Esteban eran tan inspiradas y convincentes, que no se le podía resistir.“Martirio de San Esteban” – Juan de Juanes – Museo del Prado, Madrid |
Momentos más tarde habiendo sido Esteban presentado al Tribunal del Gran Consejo, Saulo escuchó atentamente el largo discurso en el que éste demostró, por medio de ejemplos históricos y profecías, ser Jesús el Mesías esperado. El joven fariseo se sentía incómodo: las palabras de Esteban eran tan inspiradas y convincentes, que no se le podía resistir (cf. Hech 6, 10); por otro lado, la imagen de ese Jesús Nazareno, que no había conocido, parecía perseguirlo, y constantemente se veía obligado a oír hablar respecto de él, de tal modo sus adeptos se esparcían por Jerusalén. Le era duro dar coces contra el aguijón (cf. Hech 26, 14). Y, sin embargo, ¡Saulo daba coces!
Indignado delante del coraje de Esteban, aprobó con entusiasmo su muerte (cf. Hech 8, 1) y consideró como un honor la misión de custodiar los mantos de los apedreadores, una vez que su edad no le permitía levantar la mano contra el condenado.
Surge el perseguidor de los cristianos
A partir de aquel día, el exaltado discípulo de Gamaliel no puso nunca más freno a su furia — “me creí en el deber de combatir con todas mis energías la causa de Jesús de Nazaret” (Hech, 26, 9). Entraba en las casas de los fieles y arrancaba de ellas a los hombres y a las mujeres para entregarlos a la prisión (cf. Hech 8, 3); llegaba a maltratarlos para obligarlos a blasfemar (cf. Hech 16, 11). No contento con devastar la Iglesia de Jerusalén, fue a presentarse a los príncipes de los sacerdotes pidiéndoles cartas para las sinagogas de Damasco, con el objetivo de apresar, en esa ciudad, a todos los que se proclamasen seguidores de la nueva doctrina (cf. Hech 9,2).
Pero, ese Jesús a quien él insistía en perseguir (cf. Hech 9, 5), iría a atravesarse de nuevo en su camino, esta vez de modo definitivo y eficaz.
Podemos imaginar el ansia del joven Saulo al aproximarse a Damasco, gozando de antemano la hora de saciar su cólera en el cumplimiento de la misión que se proponía. Pero es que, súbitamente, una luz fulgurante venida del cielo le envolvió a él y a sus compañeros, derribándolo del caballo. Allí, caído en tierra y cegado por el resplandor de los rayos divinos, el orgulloso fariseo no puede resistir más al poder de Cristo y se declaró vencido: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hech 9, 6).
De perseguidor que era, pocos instantes antes, pasaba a siervo fiel, pronto para obedecer a los mandatos del Divino Perseguido. ¡Cuánta gloria para el Crucificado! Por un simple toque de Su gracia, transforma en Su Apóstol a uno de los más fervientes discípulos de aquellos que habían sido sus principales contendientes, durante su vida pública.
Ayudado por sus compañeros, Saulo se levanta del suelo. Entretanto, más que levantarse del suelo, surgió en su alma “el hombre nuevo, creado a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Ef 4, 24). El que antes blasfemaba permanecería para siempre en un amoroso reconocimiento de su derrota: “Es segura esta doctrina y debe aceptarse sin reservas: Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Precisamente por eso Dios me ha tratado con misericordia, y Jesucristo ha mostrado en mí, el primero, toda su generosidad, de modo que yo sirviera de ejemplo a los que habrían de creer en él, para obtener la vida eterna” (1 Tm 1, 15-16).
Con la misma radicalidad con la que antes se apegó al judaísmo, Saulo abrazaba ahora la Iglesia de Cristo. La gracia respetará la naturaleza, conservando las características propias de su personalidad que vendrán más tarde a contribuir en la formación de la escuela paulina de vida espiritual. A partir de ese momento, el Saulo convertido, el nuevo Pablo, sólo se moverá por un único ideal, que tomaba todas las fibras de su alma y daba verdadero sentido a su existencia: “En cuanto a mí, jamás presumo de algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).
De ahora en adelante esa Cruz —en la cual Pablo no consideraba solamente los sufrimientos del Salvador, sino que veía, sobre todo, los resplandores de la Resurrección— sería el rumbo de su vida, la luz de sus pasos, la fortaleza de su virtud, el único motivo de su gloria. Ese amor, que en un instante operara su transformación, lo impelía ahora a hablar, a predicar, a recorrer los confines del mundo con el fin de conquistar almas para Cristo, arrancándole, del fondo del corazón, este gemido: “¡Pobre de mí si no anunciara el Evangelio!” (I Cor 9, 16).
El orgulloso fariseo no puede resistir más al poder de Cristo y se declaró vencido: “Señor, ¿qué quieres que haga?” “La conversión de San Pablo”, por Murillo – Museo del Prado, Madrid |
Por ese amor estaba dispuesto a enfrentar todas las tribulaciones, soportar los peores tormentos fuesen de orden natural, como también los de orden moral: “¿Ministros de Cristo? Muchas veces vi la muerte de cerca, cinco veces he recibido los treinta y nueve golpes de rigor; tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en alta mar. Los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas, de paganos; peligros en la ciudad, en despoblado, en el mar, ¡peligros por parte de falsos hermanos! Trabajo y fatiga, a menudo noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez. Y a todo esto añádase la preocupación diaria que supone la solicitud por todas las iglesias”(II Cor 11, 23-28).
Él se había propuesto por encima de todo, la glorificación de Jesucristo y de su Iglesia, y esto constituía para él lo esencial, el norte de su vida. Respecto a esto, comenta San Juan Crisóstomo:“Cada día subía más alto y se volvía más ardiente, cada día luchaba con energía siempre nueva contra los peligros que le amenazaban. […] Realmente, en medio de las insidias de los enemigos, conquistaba continuas victorias, triunfando sobre todos sus asaltos. Y en todas partes azotado, cubierto de injurias y maldiciones, como si desfilase en un cortejo triunfal, irguiendo numerosos trofeos, se gloriaba y daba gracias a Dios diciendo: ‘Gracias sean dadas al Padre, que siempre nos hace triunfar’” (II Cor 2, 14).”
Así, poco a poco, por medio de sus viajes apostólicos y de sus numerosas cartas a través de las cuales sustentaba en la fe a sus hijos espirituales, Pablo iba asentando los fundamentos de la Esposa Mística de Cristo. Ni siquiera internamente habrían de faltarle adversarios: a veces, entre los propios cristianos surgían conceptos erróneos, como el de querer obligar a los paganos conversos a practicar las costumbres de la Ley Mosaica. Respecto a eso, Pablo llevó su osa día hasta el punto de discutir con el Apóstol Pedro,“enfrentándole abiertamente acerca de su inadecuado proceder” (Gal 2, 11).
Pedro aceptó con humildad el punto de vista de Pablo y se apresuró a ponerlo en práctica. Pero los cristianos que habían difundido sus ideas por las iglesias de Galacia no lo imitaron, añadiendo todavía que la justificación provenía estrictamente del cumplimiento de la Ley. Nada podría ser tan nocivo para la Iglesia naciente que tales engaños, y Pablo enseguida lo percibió. Decidió dejar por escrito toda la doctrina sobre ese punto, y lo hizo con tal seguridad y claridad que se deduce que la recibió de los labios del propio Jesús.
Así, la epístola dirigida a los Gálatas es un escrito polémico, sin recelos de presentar la verdad tal como es: “¡Gálatas insensatos! ¿Quién os ha fascinado? ¿No os puse ante los ojos a Jesucristo clavado en una cruz? […] Todos los que viven pendientes del cumplimiento de la Ley están sujetos a maldición” (Gal 3, 1-10) y poco antes, afirmaba: “Nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo, y no por el cumplimiento de la Ley” (Gal 2, 16).
Si Pablo que tuvo que enfrentar oposiciones dentro de su propio pueblo, se vio también contestado por los griegos, que presentaban objeciones de un tenor completamente distinto, pero no menos peligrosas. Grecia, principal centro de cultura en aquellos tiempos, se enorgullecía de la fama de sus pensadores de ser la cuna de la filosofía. Ahora, la palabra y la predicación traídas por Pablo, “no consistieron en sabios y persuasivos discursos” (I Cor 2, 4) como él mismo afirmaba.
Así, no raras veces, se convertía en el centro del desprecio u objeto de vergüenza para los convertidos. A él poco le importaban las ofensas hechas a su persona, pero recelaba que sus discípulos se hiciesen eco de ideas tan vanas o llegasen a sucumbir, por miedo a las humillaciones. Por eso, escribía a los fieles de Corinto, ciudad donde principalmente esas doctrinas habían encontrado aceptación: “El lenguaje de la Cruz, en efecto, es locura para los que se pierden; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios” (I Cor 1, 18).
No era ese, sin embargo, el peor de los obstáculos encontrados por Pablo en Grecia. Hundidos en la devastación y en el desorden moral, los griegos habían elaborado, a lo largo de los tiempos, una justificación para sus malas costumbres, negando la resurrección de los muertos. Algunos, incluso, como Epicuro de Samos (+270 a.C.), llegaron a afirmar que el alma humana es material y mortal.
Esposado, Pablo es llevado de Jerusalén a Roma. Durante el viaje, no perdía la oportunidad de anunciar el Evangelio en todos los lugares por donde pasaba. |
En el propio Evangelio percibimos destellos de esa candente temática cuando los saduceos— que, por influencia helénica, no creían en la resurrección— se aproximaron a Jesús para ponerlo a prueba, mediante una pregunta capciosa (cf. Lc 20, 27-39). La discusión, como vemos, venía de tiempos lejanos y se erguía como el principal escollo para el desarrollo del apostolado paulino.
Tal vez Pablo, en sus tiempos de fervor fariseo, ya tuviera que enfrentar a los mismos saduceos en este tema. Ahora, sin embargo, como cristiano, poseía el argumento de la Resurrección de Cristo y contaba con el poderoso auxilio de la gracia.
Gran Apóstol de la Resurrección
Las dudas expuestas por los griegos, cuando no la oposición abierta, le servirían de estímulo para profundizar aún más en la doctrina de la Resurrección y dejarla explicada para los siglos futuros. Así escribe a los Corintios: “Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿por qué algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido. […] Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres. ¡Pero no! ¡Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte! (I Cor 15, 12-14; 19-20).
Era costoso, para aquellos griegos de vida desordenada, tener que asimilar esos principios. Aceptando la resurrección de la carne, se veían forzosamente invitados a un cambio de costumbres a abrazar un modo de pensar y de comportarse coincidente con esa esperanza. Pero hasta sus rechazos contribuirían para el bien, como afirma el propio San Pablo: “Pues hasta es conveniente que haya disensiones entre vosotros” (I Cor 11, 19) —es necesario que haya partido o herejías entre vosotros. Impelido por las circunstancias, Pablo se transforma en el gran Apóstol de la Resurrección.
Cordero y león al mismo tiempo
Ni todo, sin embargo, eran combates para el incansable Pablo. Si cara al error y a la falta de fe mostraba todo su ardor combativo y su intransigencia, en relación a los buenos dejaba entrever un fondo de alma extremadamente afectuoso y compasivo, ordenado según la caridad de Cristo. En esta admirable conjugación de virtudes, en apariencia opuestas, Pablo se asemeja al Divino Maestro, siempre dispuesto a perdonar o pronto a reprender, a ser Cordero y león al mismo tiempo.
En su carta a los fieles de Filipos, que se inquietaban por sus sufrimientos y necesidades, así escribe: “¡Dios es testigo de lo entrañablemente que os quiero a todos vosotros en Cristo Jesús!” (Flp 1, 8). Y aún, a los mismos gálatas, que antes reprendía respecto de sus desvíos, escribía más adelante: “¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto, hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en vosotros!” (Gal 4, 19).
Difícil es exaltar al Apóstol de los Gentiles en espacio tan exiguo. La pluralidad atronadora de sus hechos, el poder de su voz y el alcance de su acción apostólica, cuyos frutos hasta hoy alimentan a la Iglesia, dejan abrumado a cualquier escritor. Por eso recurrimos a la incomparable elocuencia de Bossuet, que describió así el ímpetu de la predicación del Apóstol:
“Este hombre, ignorante en el arte de hablar bien, de locución ruda y de acento extranjero, llegará a la esmerada Grecia, madre de filósofos y oradores, y, a pesar de la resistencia mundana, fundará más iglesias que Platón discípulos. Predicará a Jesús en Atenas, y el más sabio de los oradores pasará del Areópago a la escuela de este bárbaro. Continuará más adelante en sus conquistas, y abatirá a los pies del Señor la majestad de las águilas romanas en la persona de un procónsul, y hará temblar en sus tribunales a los jueces delante de los cuales fuera citado. Roma oirá su voz y un día aquella vieja maestra se sentirá más honrada con una sola carta del estilo bárbaro de San Pablo, dirigida a sus ciudadanos, de lo que por todas las famosas arengas que otro día escuchara de Cicerón.”
Sí, Roma, habría de oír su predicación y sus calles, calzadas de grandes piedras, serían holladas por los pies del Apóstol. Esos pies, mientras, arrastrarían pesadas cadenas que cercenarían la libertad de los movimientos. Acusado por el odio de sus conciudadanos, por causa de su fidelidad a Cristo, Pablo fue entregado a la justicia romana. Si su cuerpo soportaba las cadenas y los grilletes, su alma sentía que pesaba sobre sí el suave yugo de Cristo. Prisionero del Espíritu (cf. Hech 20, 22), Pablo recibiera, de noche, esta revelación: “¡Ten ánimo! Pues tienes que dar testimonio de mí en Roma igual que lo has dado en Jerusalén” (Hech 23, 11).
Sí, Roma, habría de oír su predicación y sus calles, calzadas de grandes piedras, serían holladas por los pies del Apóstol.(Basílica de San Pablo en Toronto, Canadá) |
Obediente a la inspiración recibida, Pablo exclamará en el tribunal del gobernador Festo: “Estoy ante el tribunal del César; y es en él donde debo ser juzgado. […] ¡Apelo al César! (Hech 25, 10-11). Queriendo deshacerse de un caso tan complicado que envolvía asuntos de la religión judaica, Festo se apresuró a satisfacer el deseo del preso, mandándolo a Roma, encadenado y bajo la guardia del centurión Julio.
El primer periodo de predicación en Roma
Durante el viaje, Pablo no perdía la oportunidad de anunciar el Evangelio en todos los lugares por donde pasaba; después de varias dificultades a lo largo de la travesía y enfrentar un naufragio, hizo escala en Siracusa, en Sicilia, y de allí fue conducido a Reggio (cf. Hech 28, 12-13).
Una vez llegado a la capital del Imperio e instalado en prisión domiciliaria, Pablo realizó un deseo que hacía tiempo animaba en su corazón, como él mismo lo expresó a los cristianos de Roma: “Por lo que a mí me toca estoy pronto a anunciaros el evangelio también a vosotros, los que estáis en Roma” (Rom 1, 15). Dos años habría de durar su doloroso cautiverio, pero él, como afirmaba San Juan Crisóstomo, “consideraba como juegos infantiles los mil suplicios, los tormentos y la propia muerte que pudiera sufrir alguna cosa por Cristo”. 3 Aprovechó el tiempo para predicar el Reino de Dios (cf. Hech 28, 31), escribir numerosas cartas a las comunidades de Grecia y Asia, las llamadas Epístolas del cautiverio.
Pero la Providencia pedía a su Apóstol todavía algunos años más de abnegación y de fatigas, a él que suspiraba por la muerte, considerándola un beneficio para ganar a Cristo (cf. Flp 1, 21).
Nuevos viajes y retorno a la capital Imperial
Liberado por un decreto jurídico, Pablo todavía visitaría Creta, España y nuevamente las conocidas iglesias del Asia Menor, por las cuales tanto se entregó. Al final volvería a Roma para la que se sentía atraído, tal vez por un secreto presentimiento de proximidad de la “corona de justicia” (II Tim 4, 8) que allí lo aguardaba.
Sobre el trono de los césares se sentaba el terrible Nerón, cuya crueldad, aliada con un orgullo patológico, le dieron fama. Era conocido el odio que ostentaba contra los cristianos, y Pablo no pasó desapercibido a la perspicacia de los espías del tirano.
Acusado como jefe de la secta, fue detenido por la policía imperial y lanzado a la Cárcel Mamertina , donde según una antigua tradición, ya se encontraba Pedro. En ese oscuro subterráneo, de estrechas dimensiones y bajo techo, el Pontífice de la Iglesia de Cristo y el Apóstol de los Gentiles estuvieron encadenados a la misma columna. Así, unidos en una misma fe y esperanza, estaban ambos amarrados por las cadenas del amor a la Roca, que es Cristo (cf. I Cor 10, 4).
Llegó por fin el día en que Pablo debería “ser inmolado” (II Tim 4, 6). Para él la muerte poco significaba, pues ya se encontraba muerto para el pecado y vivo para Dios (cf. Rom 6, 11). Una entrañable y exclusiva unión lo ligaban a su Señor. No era él mismo quien vivía, sino Cristo quien en él habitaba (cf. Gal 2, 20) y operaba.
El sublime imitador de Jesucristo sella su testimonio con su propia sangre. “Martirio de San Pablo” – Parroquia de Maroggia (Italia) |
Condenado a muerte, Pablo, por ser ciudadano romano, no podía, como Pedro, sufrir la pena ignominiosa de la crucifixión, pero sí la decapitación, y ésta debería producirse fuera de los muros de la ciudad. Conducido por un grupo de soldados, el Apóstol arrastró sus pesados grilletes a lo largo de la Vía Ostiense y, después, por la Vía Laurentina, hasta alcanzar un valle distante, conocido por el nombre de Aquae Salviae.
Allí, entre la vegetación de aquella pantanosa región, el sublime imitador de Jesucristo sellaba su testimonio con su propia sangre. Su cabeza, al caer en el suelo, tras el golpe fatal de la espada, saltó tres veces, haciendo brotar en cada uno de los lugares una fuente de agua bulliciosa. Este hecho, aunque no esté comprobado por la Historia, se basa en una piadosa tradición confirmada por el nombre de Tre Fontane , que ostenta el monasterio trapense construido en aquel lugar.
Pablo murió, pero su monumental obra apostólica, fundamentada en la caridad que consumiría su vida, continuaba viva y produciría a lo largo de los tiempos, abundantes frutos para la Iglesia. Hasta el último aliento, su vida no fue sino una gran lucha. Lucha de entusiasmo y entrega, de desprendimiento y de heroísmo; lucha para llevar al Evangelio a todas las gentes, confiando siempre en la benevolencia de Cristo.
Las peores dificultades de la vida no pudieron alcanzar su tabernáculo interior. Su firmeza, semejante a la inmovilidad de un acantilado golpeado por las olas del mar, manteníase inalterable en medio de las mayores angustias y agonías, cierto de que, ni en la vida ni en la muerte podrían separarlo del amor de Cristo (cf. Rom 8, 38-39).
Y una vez concluido el combate, recorrida toda su carrera y llegado el término de su peregrinación terrena (cf. II Tim 4, 7) el Apóstol apareció ante la admirada mirada de la Humanidad, en toda su estatura de gigante de la fe, transmitiendo para los siglos futuros este mensaje: “Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero la más excelente de todas es el amor. ¡El amor no pasa jamás!” (I Cor 13, 13.8).
Bibliografia:
BOVER, SJ, Teología de San Pablo.
Madrid: BAC, 1967, 4ª ed.
BOSSUET, Jacques-Bénigne. Panégyrique de l’apôtre saint Paul in Oeuvres Complètes. Paris: Libaririe de Louis Vivès Éditeur, 1863.vol. XII, pp. 234-235.
CRISÓSTOMO, São João. De laudibus sancti Pauli Apostoli – Homilia 2: PG 50,447-480.
FOUARD, C. Les Origines de l’Église – Saint Paul. Paris: Victor Lecoffre, 1910.
HOLZNER, Josef. Paulo de Tarso, São Paulo: Quadrante, 1994.
Trad. Maria Henriques Osswald.
LUCE, H. K. São Paulo, Porto: Tipografia Nunes, 1958.
DANIEL-ROPS, Henri. São Paulo – Conquistador de Cristo. Porto: Tavares Martins, 1952.
VV.AA. Año Cristiano, Madrid: BAC, 2002/2004, vol. I, pp. 497-500 e vol. VI, pp. 696-704.
(Revista Heraldos del Evangelio, Jul/2008, n. 60, pag. 26 a 33)
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