En el pintoresco pueblo de Veynes, junto a los Alpes franceses, vivía una familia muy religiosa: Pierre Blondet, el padre, Marie-Anne, la madre, y los dos pequeñuelos, Jeanette y Louis. El matrimonio era muy rico y generoso, dando continuamente buenos ejemplos de caridad y auxilio a los más necesitados.

No era extraño, por ejemplo, ver a los empleados del Sr. Blondet llevando al párroco en el mejor carruaje de su patrón para que atendiera a los campesinos enfermos o moribundos.

Y todos los domingos, después de Misa, Marie- Anne atendía con cariño a todos los que llamaban a su puerta pidiéndole un poco de alimento, remedio para sus males o una palabra de consuelo.

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Aquel año todos esperaban
a los Blondet con impaciencia.

No obstante, el pequeño Louis padecía de asma y cuando llegaba el invierno, el frío de aquellas tierras le hacía sufrir bastante. Por eso, la familia había adquirido una hermosa casa en la pequeña ciudad de Saint-Remy de Provence, próxima a Marsella, donde el clima era mucho más benigno, y allí iban en aquella época del año.

Cuando llegaba la primavera los Blondet regresaban a Veynes y la mansión de Saint-Remy se quedaba a cargo de Valerie, una joven gobernanta muy honesta y trabajadora, que mantenía con esmero la casa de su noble patrona.

Tan pronto como el otoño empezaba a dar señales de que estaba acabando, muchos brazos se ofrecían para ayudar a Valerie en la limpieza de la casa, para recibir en condiciones a tan querida familia. Hacían un zafarrancho completo, lavando cortinas y alfombras, limpiando muebles y almohadas, quitando las telas de araña acumuladas con el tiempo, dejándolo todo limpio y perfumado. Y no se olvidaban tampoco del jardín, donde aún era posible encontrar algunas flores de vistosos colores.

Aquel año todos esperaban a los Blondet con impaciencia, porque la pequeña Jeanette iba a hacer la Primera Comunión en la iglesia parroquial.

Valerie, sin embargo, no se sentía tan alegre… Aunque era muy honrada y competente, no era nada piadosa.

Nunca iba a Misa los domingos, no le gustaba rezar, ni siquiera se acordaba de cuándo había sido la última vez que se había confesado… Sólo pisaba la iglesia para acompañar a su patrona y, en esas ocasiones, se quedaba siempre al fondo y distraída.

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“Hija mía, esta espada simboliza el dolor que siento al ver cómo cierras tu alma a todas las gracias que te concedo”.

Por fin llegaron los viajeros y los chiquillos enseguida salieron corriendo hacia el jardín para ver las flores y jugar con el perrito Rex, que los esperaba saltando de alegría, mientras movía agitadamente su rabito. La señora Marie-Anne respiraba complacida el aire perfumado de su habitación e inmediatamente se dirigió a los aposentos de los niños. Muy satisfecha con el orden y la limpieza se volvió hacia la gobernanta y le dijo:

— Valerie, estoy realmente encantada con todo lo que haces en mi ausencia. Quiero darte una sencilla retribución por un buen trabajo.

Y le entregó una vistosa caja que contenía un bonito vestido bordado con los mejores hilos de seda. Una verdadera obra de arte.

— Muchas gracias, Madame. Pero no merezco tanto…, replicó la gobernanta.

— Es para que nos acompañes el próximo domingo a la Misa de la Primera Comunión de Jeanette. Valerie se dio cuenta de que esta vez no iba a ser posible quedarse al fondo de la iglesia… Pero no importa, pensaba, así aparecería mejor ante sus amigas, que se iban a morir de envidia cuando la vieran tan elegante…

En la víspera de la ceremonia, Marie-Anne avisó que saldría más temprano, porque ella y su esposo querían confesarse antes de la Misa.

Jeanette ya lo había hecho el día anterior y el pequeño Louis aún no tenía edad para eso.

— ¿Confesarse?, se dijo Valerie. ¿Para qué esa tontería? Si parece que Dios se queda resentido con lo que hacemos…

Con todo, no comentó nada y la mañana del domingo estaba lista muy temprano, con su bonito vestido nuevo y un peinado muy especial, imaginándose las miradas que se dirigirían hacia ella cuando entrase en la iglesia…

Valerie no se había equivocado. Nada más la vieron llegar, sus amigas se fijaron en ella con admiración y empezaron a cuchichear sobre su nuevo vestido. La gobernanta, que no cabía en sí de vanidad, intentaba aparentar indolencia mientras se dirigía lentamente hacia la sacristía con el matrimonio Blondet.

Allí se encontraban algunas personas que esperaban su turno para recibir el Sacramento de la Reconciliación. Para que no pareciera que estaba también queriendo confesarse, Valerie se alejó en dirección a una imagen del Inmaculado Corazón de María que había en el lado opuesto, y allí se quedó fingiendo que rezaba.

Entre tanto sus ojos se fijaron en el corazón de la Virgen, rodeado de espinas y atravesado por una espada.

Era curioso… Conocía esa imagen desde su infancia, pero no se acordaba de aquella daga. Entonces, dirigió la mirada hacia la fisonomía de Nuestra Señora y, mientras contemplaba una expresión de tristeza fuera de lo común, oyó una voz que le decía:

— Hija mía, ¿te extraña esta espada?

Pues simboliza el dolor que siento al ver cómo cierras tu alma a todas las gracias que te concedo. ¿No quieres aliviar mi Corazón?

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Entre lágrimas, Valerie confesó sus faltas al
buen párroco.

Arrepiéntete, confiésate y haz el firme propósito de cambiar de vida. Estaré a tu lado para ayudarte. Valerie no supo explicar lo que ocurrió… Cuando menos se dio cuenta estaba de rodillas, entre lágrimas, confesando sus faltas al buen párroco que le decía:

— Lo ves, hija mía; te pasas todo el año arreglando con esmero la ca sa de la señora Blondet, para dejarla satisfecha cuando llega. Ahora has hecho algo mejor: has preparado tu alma cuidadosamente para recibir al Rey de los reyes, que hace tanto tiempo que está esperando para entrar en tu corazón.

La gobernanta no se había sentido nunca tan feliz. Cuando terminó de confesarse se fue hasta la imagen de María y la vio risueña y resplandeciente, sin la espada que antes le hería el Corazón. Y cuando comulgó, después de tantos años sin frecuentar los Sacramentos, se sentía radiante como Jeanette, que había recibido por primera vez a Jesús Eucaristía en su inocente corazón.

Marie-Anne había ido acompañando lo ocurrido en la sacristía y estaba emocionada. Juntas, conmemoraron la doble fiesta. La buena gobernanta cambió completamente de vida y los habitantes de Saint-Remy, cuando tomaron conocimiento de esa inesperada conversión, crecieron aún más en el fervor y devoción a María Santísima, porque nunca desampara a los que son suyos, y llama a sí incluso a aquellos que ya la habían abandonado.