Las ciudades modernas, iluminadas con todo tipo de luces, no permiten contemplar un espectáculo natural de una simplicidad completa, no obstante, lleno de grandeza: el cielo estrellado.
Las estrellas, especialmente en esas noches en que la Luna emite una suave luz plateada —insuficiente para eclipsar el brillo de los cuerpos celestes más lejanos—, evocan algo de sublime. Parece que traspusieran el mundo palpable y visible, sirviendo de unión entre la esfera material y la sobrenatural. Por eso cantaba el salmista: “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 18, 2).
Determinadas corrientes científicas contemporáneas afirman que el orden del universo es fruto del azar.
Pero, en la mente de Dios, todo existe con total perfección, desde toda la eternidad, en función de su fin y su causa. Al ver, pues, la especial prodigalidad del Creador para enriquecer al firmamento con tan generosa belleza y magnificencia, podemos preguntarnos: ¿qué es lo que estos astros representan?
Hacia la búsqueda de ese simbolismo, situémonos en una noche cualquiera de un navegante en alta mar. Las horas van pasando, pero las agujas del reloj parece que no se mueven. El cántico de las olas, poético durante el día, se transforma en un ruido amenazante. El cielo se cubre con un negro manto que envuelve al barco en incertidumbres.
En estas circunstancias, no hay nada que pueda animar más al marinero que la Estrella de la Mañana, el astro pregonero de la aurora, el signo del día que está por llegar, disipando las tinieblas traicioneras.
Nuestra vida se asemeja a una gran noche, llena de espinas y amarguras, que espera la luz de la eternidad. Y, en medio de las olas y las tempestades, en María, la Stella Matutina , es en quien debemos confiar.
Ya sólo su presencia hace que brote en los corazones de los justos una imponderable confianza. Ante Ella los ángeles se llenan de gozo, mientras que el demonio y sus secuaces, siempre al acecho para perder a las almas, se amedrentan y huyen a las cloacas del infierno…
Dispuesta siempre a socorrer a los náufragos durante la noche, la Virgen Santísima es el faro que nos guía hacia el gran amanecer del día perenne y sin tristezas, el lucero que, inmune a las procelas del pecado, no deja nunca de resplandecer.
Hizo que, con la Encarnación del Verbo, naciera entre nosotros el Sol de Justicia. Sin embargo, el Padre quiso que en el mundo, precediendo a la única y verdadera Luz, surgiese otra intensa claridad: la Madre de Dios. Al igual que la Estrella de la Mañana, María marca el fin de las tinieblas del pecado y anuncia la era de la gracia. Su brillo suave, tenue y atrayente, prepara gradualmente la mirada de los hombres hacia el fulgor del Astro Rey.
Así como el propio Cristo la eligió por Madre y la amó más que a cualquier otra criatura, crezcamos cada vez más en la devoción a Ella. Pidámosle que siempre nos guíe y nos indique el camino del Cielo, sobre todo en medio de las borrascas más amenazadoras.
Me pareció muy lógico el artículo. Me ha hecho pensar mucho en la Virgencita. Les agradezco que publiquen este tipo de temas que fortalece la Fé.