~ Evangelio ~ |
En aquel tiempo, 37 una muchedumbre numerosa le escuchaba a gusto. 38 Y Él, instruyéndolos, les decía: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, 39 buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; 40 y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa”.
41 Estando Jesús sentado enfrente de las arcas para las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; 42 se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante.
43 Llamando a sus discípulos, les dijo: “En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. 44 Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12, 37-44).
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I – LA ALEGRÍA DE DAR
Al analizar la naturaleza nos encontramos con un fenómeno extendido por toda la Creación, desde el reino mineral hasta el mundo de los seres angélicos.
El Sol está siempre difundiendo su luz y su calor sobre la Tierra, beneficiando a todos los seres que necesitan esa irradiación. Las aguas, en su constante movimiento, se evaporan y forman nubes que, tras haber sido cargadas, arrojan sobre el suelo elementos indispensables para la vida. Constatamos la extraordinaria variedad y la superabundancia de peces que habitan en los mares y ríos para alimentar al hombre, o la riqueza de frutos que la tierra le ofrece a lo largo de todo el año.
Vemos cómo de esta forma la naturaleza, por así decirlo, procura dar de sí. Si sus elementos fueran pasibles de felicidad, el árbol fructífero, por ejemplo, se regocijaría enormemente por el hecho de producir frutas y ofrecérselas al hombre; el mar se sentiría feliz por entregarle los peces; y la alegría del Sol consistiría en estar constantemente iluminando y calentando la Tierra y a los que en ella habitan. Pues bien, esta generosidad existente en el universo entero es el principio sobre el cual se basa la Liturgia de hoy: dar, dar de sí, darse por entero.
II – CONTRASTE ENTRE EGOÍSMO Y GENEROSIDAD
Para que comprendamos bien el pasaje evangélico que la Iglesia ha seleccionado para este domingo, debemos llevar en consideración que los Santos Evangelios no fueron escritos tan sólo como un libro común, una historia para hacer bien a las almas piadosas de los primeros tiempos del cristianismo. Ante todo, eran un llamamiento a la culminación espiritual, a una perfección como la del Padre celestial. Pero no sólo eso: eran también un elemento de polémica, una vez que los primeros divulgadores de la Buena Nueva, en su acción apostólica, encontraban ante sí obstáculos que vencer. Cuando San Marcos elaboró su Evangelio, una de esas trabas procedía de hombres versados en la Ley de Moisés y en las Escrituras del Antiguo Testamento.
Tengamos también en cuenta lo siguiente: el evangelista vivió en Roma durante mucho tiempo, como auxiliar de San Pablo y de San Pedro, y escribía con el objetivo de llegar al público romano, ésta es la opinión común de los exégetas. En ese tiempo muchos judíos residían en la capital del Imperio y un buen número de ellos estaba ingresando en las filas cristianas. Ahora bien, tanto los que permanecían en las sinagogas como los neo-conversos (antes de tener una conversión plena, lo que no era fácil) querían a toda costa que prevalecieran sus costumbres y la ley mosaica entre los cristianos, incluso en medio de los que venían de la gentilidad. Podemos comprobarlo por la lectura de la epístola de San Pablo a los romanos, en la que censura largamente a los judíos de Roma por tal postura.
Mientras que San Lucas y San Mateo no se muestran tan contundentes ante esa situación, San Marcos polemiza incansablemente, de modo particular contra los doctores de la Ley, pues estos entorpecen su acción apostólica, como queda patente por las frecuentes menciones que a ellos hace en su Evangelio.1 Sin ahorrarles merecidas críticas, San Marcos destaca las discusiones que el Señor tiene con ellos, y saca de ellas riquísimas lecciones morales para los cristianos de todos los tiempos. Es lo que contemplamos en el primer versículo de este Evangelio.
Alertando a las multitudes contra la hipocresía
En aquel tiempo, 37 una muchedumbre numerosa le escuchaba a gusto. 38 Y Él, instruyéndolos, les decía: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, 39 buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes;…”
Es importante resaltar el detalle que el evangelista apunta: Jesús hablaba a “una muchedumbre numerosa”. Por lo tanto, fue una enseñanza destinada a todos y dada sin rodeos, alertando al pueblo contra los doctores de la Ley, por las razones que a continuación expondremos.
Según las costumbres de la época, era habitual que todos hicieran una reverencia cuando pasaba un doctor de la Ley, a los que estaban reservados los lugares de importancia en los actos públicos. Conforme señala el P. Tuya, la plaza pública, o ágora, era el centro comercial y social de la ciudad. Por eso, a los escribas y fariseos les gustaba pasear lenta y gravemente por esos sitios, con sus vistosos trajes, para recibir los saludos del pueblo. Codiciaban especialmente el título de rabí (maestro). “En las asambleas se daban los puestos por razón de la edad; pero también por razón de la dignidad del personaje, v. gr., de su sabiduría. Como estos puestos por motivos de dignidad eran mucho menos frecuentes que los que se asignaban por razón de la edad, de ahí que la ostentación y vanidad de los fariseos quisiese que en los banquetes se les asignase a ellos estos primeros puestos, para destacar así su dignidad. […] Era un ansia desmedida, infantil y casi patológica de vanidad y soberbia”.2
Una lectura superficial de los versículos transcritos más arriba podría llevar a pensar que no se debe usar bonitos ropajes, saludar con cortesía o favorecer la jerarquía en las relaciones sociales. Por cierto, las ropas nobles y decorosas están siendo abandonadas, en razón de la mentalidad de los días en que entramos. Predomina lo feo por lo feo, lo igualitario por lo igualitario. Se va generalizando el gusto de vestirse lo más negligentemente posible, de modo a poder sentarse en el suelo; entran en la moda lo feo, lo viejo, lo roto y lo inmoral, mientras se simplifican al máximo las costumbres, como ni los seres irracionales lo harían. No es eso lo que el Señor quería para sus seguidores.
El problema no está en la ropa vistosa o en las honras, sino en querer llamar la atención sobre sí, es decir, en tener la intención, no de alabar a Dios, sino de alabarse a sí mismo. Las costumbres enumeradas por Jesús, en sí mismo legítimas en algunas circunstancias, eran del gusto de los doctores, más por soberbia que por admiración hacia las cosas bellas, el deseo de glorificar a Dios o la intención de hacer bien al prójimo. Su objetivo era vanagloriarse, ostentar superioridad, en el fondo, ser “adorados”, incensados por los demás. Así pues, usurpaban el lugar central que le pertenece a Dios. Aquel alarde de dignidad, aquella apariencia de honra, respeto y sabiduría debería corresponder a la realidad; o sea, la vida de esos doctores es la que debería hacerlos acreedores de tales homenajes.
Sin embargo, la realidad era muy diferente y el Señor va a denunciarla.
La apariencia, manto de una realidad pecaminosa
40 “…y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa”.
En el Antiguo Testamento la viuda tenía muy poca protección y, siendo así, había hombres sin escrúpulos que intentaban arrancarles cuanto podían. Era habitual encontrar a viudas sin hijos adultos, a las que les tocaba la responsabilidad de administrar la fortuna de la familia. En esta situación de desamparo, como señala el Señor, se introducía un maestro de la Ley que, bajo la escusa de rezar, terminaba por robarle sus pertenencias.
Al denunciar este tipo de acciones, el divino Maestro dejaba patente a sus oyentes cómo los doctores de la Ley representaban exteriormente lo que de hecho no eran. Conocían todos los meandros de la Ley, sin practicarla… En realidad, se portaban como voraces depredadores de fortunas ajenas. Aún más, al ser legistas, sabían muy bien conducir los procesos judiciales que rodeaban a cada pleito de sucesión y, con eso, tenían más facilidad de acabar apoderándose del dinero.
Por consiguiente, bajo las apariencias de virtud se ocultaba una mentalidad de vampiro, cuyo fin era arrebatar de los demás, de forma injusta e inescrupulosa, todo cuanto pudiera.
Las nefastas consecuencias del orgullo
Sírvanos esto de alerta contra los peligros del orgullo. Cualquier vanidad —cuando es aceptada con indulgencia, como ocurría con esos doctores— acaba por llevar a la desobediencia a los Mandamientos de Dios. Una condición esencial para mantenerse fiel a la Ley es la humildad; la clave de la práctica duradera de todos los preceptos divinos es esa virtud.
En el caso de los doctores de la Ley, el egoísmo orgulloso, agravado por la duplicidad de espíritu, la hipocresía de representar de manera aparatosa aquello que no se es, los hacía merecedores de la “condenación más rigurosa”, según la enérgica expresión del mismo Hombre Dios: la condena eterna, en el infierno, castigo apropiado para el que, siguiendo el camino del orgullo, se enreda en la deshonestidad y en otros pecados. Huyamos, pues, de toda y cualquier vanagloria, para no terminar por romper con los demás Mandamientos de la Ley de Dios. Y tengamos la certeza de esta verdad: en la raíz de todo pecado grave está siempre el orgullo.
Hacer el bien por ostentación
41 Estando Jesús sentado enfrente de las arcas para las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho;…
Al ejemplo dado sobre el comportamiento de los legistas, el Señor va a contraponer la escena que sigue. En el templo existían arcas para depositar las limosnas. “El gazofilacio, o tesoro del templo —explica el P. Tuya— estaba situado en el atrio de las mujeres. Probablemente había varias cámaras para la custodia de estos tesoros. En la parte anterior, según la Mishna, había trece cepos, en forma de trompetas, de abertura muy grande en el exterior, por donde se echaban las ofrendas”.3
En aquella pequeña sociedad —al contrario de las aglomeraciones de personas anónimas de las grandes ciudades modernas— todos se conocían y, por lo tanto, el que daba limosnas atraía mucho la atención.
Recordemos también que en aquel tiempo no existía el papel moneda, sino sólo las piezas acuñadas en metales nobles como el oro o la plata, u otros metales de menos valor. Así pues, esas arcas favorecían mucho el deseo de ostentación. El que poseía una gran fortuna podía fácilmente arrojar en ellas enormes cantidades de monedas, de manera aparatosa y ruidosa, alardeando ante los circundantes su supuesta generosidad. Como el Señor había denunciado en otra ocasión (Mt 6, 2), con frecuencia la acción de esos hipócritas era precedida por toques de trompeta que anunciaban la limosna que iba a ser dada. Hecho esto, un nuevo toque indicaba la salida del donante. Éste se retiraba cubierto de gloria, blanco de la admiración de las personas presentes, que murmuraban elogios… calculando, sin duda, cuál habría sido la cantidad depositada en el arca.
Sentado en el Templo “enfrente de las arcas para las ofrendas”, el divino Maestro había observado esa escena tan común para los que conocían el lugar.
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Un desproporcionado contraste
42…se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante.
Es importante destacar el contraste de las dos actitudes. Podemos imaginar a la viuda, ya con cierta edad, arrastrando los pies, algo encorvada por los achaques del tiempo. Según el P. Tuya, ella sacó dos “leptos”, lo equivalente a la dieciseisava parte de un denario, es decir, una insignificancia, ya que “el denario venía a ser considerado como el sueldo diario de un trabajador”.4
En comparación con el bullicioso ruido de las monedas lanzadas por los ricos, el débil sonido producido por las monedillas de la pobre mujer se reduciría a casi nada. Poca impresión, sin duda, causaría en los circundantes, más preocupados en calcular el valor aproximado de las limosnas que iban depositando. Como veremos más adelante, ella no tenía nada más que ofrecer, según la observación hecha por Jesús poco antes.
Ante esta escena, el Señor rompe el silencio para sacar de ella una saludable enseñanza.
La verdadera generosidad
43 Llamando a sus discípulos, les dijo: “En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. 44 Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Grande debe haber sido el sobresalto producido por esas palabras del Maestro. ¿Cómo podía la pobre viuda haber dado “más que nadie” si los demás echaron gran cantidad de monedas de oro, mientras que ella depositó tan sólo dos moneditas de valor insignificante?
Para aclarar su enseñanza, Jesús explica: la viuda lanzó al arca todo lo que “tenía para vivir”, mientras que los ricos dieron lo que les sobraba. Al hacer esta comparación, Cristo no buscaba condenar a los ricos, sino elogiar a aquella mujer por el hecho de no haberse guardado nada para sí. De hecho, cuando un rico entrega la integridad de sus bienes, da más que quien hace lo mismo, pero dispone de poco. Era el caso, por ejemplo, de Lázaro, Marta y María, miembros de una familia adinerada de Israel, que se entregaron por entero al Señor.
La viuda lo había dado todo, poniéndose en las manos de Dios. Es de pensar que el mismo Jesús le concedió la gracia de proceder así, disponiéndose a ampararla. Sin saberlo ella, le otorgó a la pobre mujer un bien superior a cualquier otro: la gloria de ser elogiada por el Verbo Encarnado. En esta complacencia del Señor con ella, entraba una predestinación para la gloria eterna.
En el extremo opuesto estaban los maestros de la Ley: éstos “devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones”, motivo por el cual “recibirán una condenación más rigurosa” (cf. Mc 12, 40).
Dios conoce las intenciones del corazón
En estos versículos, Jesús contrapone el episodio de las limosnas a la denuncia antes hecha contra los doctores de la Ley. Vemos en ambos casos la exterioridad en las actitudes de los personajes, pero no el interior. No obstante, “no se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón” (1 S 16, 7). Esa divina mirada siempre nos acompaña, no se le escapa nada. Nuestra vida, nuestros actos, nuestro comportamiento, son juzgados con una precisión absoluta por la mirada de Dios, que penetra en el interior de todos y analiza el fondo de las almas, sabiendo perfectamente lo que pasa en cada una.
Al comparar la disposición de espíritu de los maestros de la Ley con la de la viuda, Jesús quería dejar patente la existencia de dos extremos: el de la generosidad, en contraste con el del egoísmo y del amor desordenado a sí mismo.
El apego, que en un rico se distribuye entre sus miles de monedas, en el caso del pobre se concentra en unas pocas. Renunciar a éstas exige un sacrificio nada pequeño, aún más si son sólo dos. Pero aquella señora las dio en ofrenda generosamente, depositando su entera confianza en Dios. Es la misma actitud asumida por otra viuda, ésta de la ciudad de Sarepta en Sidonia, contemplada en la primera Lectura de este domingo (1 R 17, 10-16). Cuando recibió al profeta Elías en su casa, tenía solamente un puñado de harina y un poco de aceite para hacer el último pan para ella y su hijo. Sin embargo, ante la solicitud del hombre de Dios, estuvo de acuerdo en darle ese único alimento. Por haber actuado de esta manera, el aceite y la harina se multiplicaron indefinidamente en su despensa hasta que la lluvia volvió a caer sobre la tierra. Así es la recompensa que Dios da a todo el que da con agrado y generosidad.
Los dos polos
También nosotros debemos ser generosos con Dios, tanto como Él lo es con nosotros. ¡Hemos de entregárselo todo! Sin embargo, esto no puede ser interpretado como una obligación de desprendernos de todo lo que nos pertenece y pasar a vivir de limosnas. Algunas pocas personas reciben esa sublime vocación. De lo que se trata es de comprender que todos nuestros bienes —e incluso nosotros mismos— son propiedad de Dios.
La Liturgia de hoy nos presenta una opción entre dos polos: el de la generosidad total o el del egoísmo total. O elegimos uno y odiamos el otro, o viceversa. O somos de Dios enteramente, o somos enteramente de nosotros mismos. En el término medio no se queda nadie.
Si tenemos una vocación de vida consagrada, tenemos que estar dispuestos a cada instante a darlo todo, no sólo a causa de un compromiso asumido en una ceremonia, sino por la convicción de que nuestra vida ha sido confiscada por Dios.
Pero ¿cómo aplicar ese principio a la vida del que es llamado a constituir una familia y tiene, por lo tanto, el deber de estado de proveer de la mejor manera posible a los suyos? La respuesta es sencilla. Ese “darlo todo” no significa deshacerse literalmente de las posesiones de uno, sino tener con relación a ellas una actitud de tal desprendimiento que éstas no estorben la elevación de nuestras almas hacia las cosas celestiales. Si no es así, se acaba cayendo en la misma desviación que la de los doctores de la Ley, denunciada por el Señor en este pasaje del Evangelio de San Marcos.
III – EN LA GENEROSIDAD, LA PERFECTA ALEGRÍA
El ejemplo supremo del dar, dar de sí y darse por entero, lo encontramos en la segunda Lectura de este domingo, sacada de la epístola de San Pablo a los hebreos (Hb 9, 24-28). El Padre tenía un Hijo unigénito, engendrado desde toda la eternidad, y no creado. Su amor a su Hijo y de su Hijo a Él es tan intenso que de ellos procede una tercera Persona, que es el Espíritu Santo.
A pesar de ese amor entrañable, el Padre decide entregar a su Hijo para rescate de la naturaleza humana, extraviada por el pecado. Y el Hijo, que debería encarnarse en la gloria, ya que su alma está en la visión beatífica, suspende esa ley para asumir una naturaleza mortal.5 Él quería dar, dar de sí y darse por entero, y por amor a nosotros asumió un cuerpo padeciente, sujeto a todas las dificultades de la vida en esta Tierra. “Él se ha manifestado una sola vez para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo” (cf. Hb 9, 26).
He ahí el ejemplo divino, invitando a cada uno de nosotros, dentro de nuestros deberes y posibilidades, para dar no sólo lo que nos sobra, sino a darlo todo. Dios ha sido el que nos ha creado y redimido, y por eso a Él le pertenecemos. Todo es suyo y a Él debe volver.
Y así como el Sol, el agua o los árboles, si fueran pasibles de felicidad, serían completamente felices por el don generoso de sí, también nosotros encontraremos nuestra perfecta alegría en el dar, dar de nosotros y darnos por entero.
Remedio para nuestras miserias y amparo contra las tentaciones
Cuando alguien da de sí, su egoísmo acaba siendo reprimido en beneficio del servicio a los demás. Servir —ya sea dando un buen ejemplo, un buen consejo, o prestando algún auxilio— repara nuestras faltas y al mismo tiempo nos aparta del pecado. Así, un modo de adquirir fuerzas para enfrentar las tentaciones es hacer el don de nosotros mismos.
Por el contrario, el que se cierra en su egoísmo, no se prepara para el momento siempre presente de la tentación, pues nuestra sola existencia basta para atraer las solicitudes del pecado, como dice San Pedro: “Sed sobrios, velad. Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar” (1 P 5, 8).
Busquemos la felicidad donde ella está
Nada hay que dé más felicidad a un alma que devolver a Dios lo que le pertenece. La justicia consiste en “dar a cada uno su derecho”.6 Ahora bien, si de Dios vienen todas las cosas que han sido creadas y están a disposición del hombre, éste es deudor de todo lo que de Él ha recibido. El préstamo forma parte de los acuerdos entre los hombres. El que presta está a la espera de la devolución del bien prestado; y quien lo recibió prestado tiene obligación de devolvérselo a su dueño. Si esto es así en las relaciones humanas, ¡no podemos olvidar que todo lo que tenemos no es sino un préstamo de Dios! Desde nuestra vida, hasta nuestras capacidades y cualidades, pasando por todos nuestros bienes.
De esa forma seremos libres, pues sólo es realmente libre quien es justo, y pone en las manos de Dios todo lo que ha recibido de Él.
Daría síntomas de locura el que habiendo perdido alguna cosa dentro de un teatro fuese a buscarla afuera, alegando que la calle está más iluminada. ¿Y qué hace el mundo de hoy en día? Por haberse hundido en el egoísmo, corre detrás de la felicidad donde ella no se encuentra. Proclamando que la libertad consiste en entregarse al deseo irreprimible de las pasiones y de las malas inclinaciones, va en busca de la felicidad en el vicio, en el pecado y otros muchos disparates, donde encuentra, no la felicidad sino la frustración, la depresión y a veces la enfermedad. De este modo, el egoísmo, fustigado por el Señor en el Evangelio de hoy, ya es castigado aquí en la Tierra, siendo aún merecedor de la pena eterna.
La verdadera alegría está en la generosidad virtuosa, pues en ella el hombre cumple enteramente su finalidad, la de “conocer, servir y amar a Dios” en este mundo, de manera a “ser elevado a la vida con Dios en el Cielo”.7
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1 Cf. LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Marc. 5.ª ed. París: J. Gabalda et Fils, 1929, p. 328.
2 TUYA, OP, Manuel de. Biblia comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, t. V, p. 500.
3 Ídem, p. 710.
4 Ídem, p. 710-711.
5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 14, a. 1, ad 2.
6 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 58, a. 1: “Iussu imuni cuique tribuens”.
7 Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 67. |
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