Los grandes eventos exigen preparación. Por eso, la Iglesia instituyó en su liturgia un período que precede a la Navidad: el Adviento. A lo largo de la historia de la Iglesia ha tomado distintas formas.
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Recibir una visita es un arte que toda dueña de casa practica con frecuencia. Y cuando el visitante es ilustre los preparativos son más exigentes. Imagínese el lector que su párroco anunciara en la misa de domingo la visita pastoral del obispo diocesano, pero con una peculiaridad: que uno de los feligreses, tomado al azar, recibirá al prelado en su casa para almorzar con él después de la misa.
Ciertamente, todo en el hogar de la familia elegida se volcaría durante algunos días a preparar tan honrosa visita. La elaboración del almuerzo, la decoración del comedor, la ropa a usar en la ocasión. En la víspera se impondría un cuidado general de la casa, de manera que todo quedara perfectamente ordenado a la espera del gran día.
Esos preparativos, que normalmente se realizan en la vida social para recibir una visita importante, también convienen en la esfera sobrenatural. El ciclo litúrgico los contempla con relación a las grandes fiestas, como por ejemplo la Navidad. La Santa Iglesia, con sabiduría de siglos, estableció un período preparatorio con la finalidad de que todas las almas cristianas perciban la importancia del acontecimiento y cuenten con medios para purificarse y poder celebrar, así, dignamente la solemnidad.
Ese período se llama Adviento.
Adviento – en latín adventus – significa venida, llegada. Es una palabra de origen profano que designaba el paso anual de la divinidad pagana por el templo para visitar a sus adoradores. Se creía que el dios, cuyo culto recibía la estatua, permanecía con ellos durante la solemnidad. En lenguaje corriente se denominaba también así a la primera visita oficial de un personaje importante cuando asumía un alto cargo. Así, unas monedas de Corinto perpetúan el recuerdo del adventus augustii , y un cronista llamaadventus divi al día en que llegó el emperador Constantino. En las obras cristianas de los primeros tiempos de la Iglesia, especialmente en la Vulgata, adventus se transformó en el término clásico para designar el advenimiento de Cristo a la tierra, es decir, la Encarnación, inaugurando la era mesiánica y, después, su gloriosa venida al final de los tiempos.
La primera noticia acerca de un período de preparación para la Navidad data del siglo V, cuando san Perpetuo, obispo de Tours, estableció un ayuno de tres días antes del nacimiento del Señor. A fines del mismo siglo aparece la “Cuaresma de san Martín”, que consistía en un ayuno de 40 días, a contar del día siguiente a la fiesta de san Martín.
San Gregorio Magno (590-604) fue el primer Papa en redactar un oficio de Adviento, y el Sacramentario Gregoriano es el más antiguo en proveer misas propias para los domingos de este tiempo litúrgico.
En el siglo IX la duración del Adviento se redujo a cuatro semanas, como se lee en una carta del Papa san Nicolás I (858-867) a los búlgaros. Y en el siglo XII el ayuno fue sustituido con una simple abstinencia.
Pese al carácter penitencial del ayuno o la abstinencia, la intención de los Papas en la Alta Edad Media era crear en los fieles una gran expectación ante la venida del Salvador, apuntándoles su glorioso retorno al final de los tiempos. Por eso tantos mosaicos muestran vacío el trono del Cristo Pantocrátor. El viejo vocablo pagano adventus se entiende también en el sentido bíblico y escatológico de “Parusía”.
El Adviento en las Iglesias de Oriente
En los diversos ritos orientales el ciclo de preparación para el gran día del nacimiento de Cristo se plasmó con una característica acentuadamente ascética, sin abarcar toda la amplitud de espera mesiánica que caracteriza al Adviento en la liturgia romana.
En la liturgia bizantina, el domingo anterior a la Navidad se destaca con la conmemoración de todos los patriarcas, desde Adán hasta José, esposo de la Virgen María. En el rito siríaco, las semanas previas a Navidad son llamadas “semanas de las anunciaciones”; se evoca en ellas el anuncio hecho a Zacarías, la Anunciación del ángel a María, seguida por la Visitación, el nacimiento de Juan Bautista y el anuncio a José.
El Adviento en la Iglesia latina
En la liturgia romana es donde el Adviento cobra su sentido más amplio. El primer domingo – y a diferencia del niño pobre e indefenso de la gruta de Belén– Cristo se nos presenta lleno de gloria y esplendor, de poder y majestuosidad, en compañía de sus ángeles, para juzgar a los vivos y a los muertos y proclamar su Reino eterno después de los acontecimientos que precederán ese triunfo: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas” (Lc 21, 25). “Velad, pues, orando en todo tiempo, para que podáis escapar de todo lo que va a suceder, y podáis estar firmes ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 36). Es el consejo del Salvador.
¿Cómo estar firmes frente al Hijo del hombre? Cumple que nos sonrojemos de vergüenza, como dice la Escritura. La Iglesia nos invita, así, a la penitencia y a la conversión, y el segundo domingo nos pone delante la grandiosa figura de san Juan Bautista, cuyo mensaje contribuye a realzar el carácter penitencial del Adviento.
Con la alegría de quien se siente perdonado, el tercer domingo empieza con la siguiente proclamación: “Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca” . Es la dominica “Gaudete”. Al aproximarse la llegada del Hombre-Dios, la Iglesia pide que todos los hombres conozcan la bondad del Señor. Los ornamentos son color rosa.
El cuarto domingo, María, estrella de la mañana, anuncia la llegada del verdadero Sol de Justicia que iluminará a todos los hombres. ¿Quién mejor que ella podría encaminarnos a Jesús? La Santísima Virgen, nuestra dulce abogada, reconcilia a los pecadores con Dios, mitiga nuestros dolores y santifica nuestras alegrías. María es la más sublime preparación para la Navidad.
Corona do Adviento
Ella es tan simple cuanto bonita: un círculo hecho de ramas verdes, generalmente de ciprés o cedro. En él se coloca una cinta roja larga que, al mismo tiempo adorna y mantiene presos a la varilla circular las ramas. Cuatro velas de colores variados completan una bella guirnalda que, en los países cristianos, adorna y marca hace siglos la época del adviento. A esta guirnalda se da el nombre de Corona de Adviento.
En los domingos de Adviento, existe la piadosa costumbre de las familias y las comunidades católicas reunirse en torno de una corona para rezar.
La “liturgia de la corona”, como es conocida esta oración, se realiza de un modo muy simple. Todos los participantes de la oración se colocan alrededor de aquella guirnalda adornada y la ceremonia inicia. En cada una de las cuatro semanas del adviento se enciende una nueva vela, hasta que todas sean encendidas.
El encender de las velas es siempre acompañado de un canto. En seguida, se lee un pasaje de las Sagradas Escrituras que sea propio para el tiempo de Adviento y es hecha una pequeña meditación. Después de eso es que son realizadas algunas oraciones y son hechas algunas alabanzas para concluir la ceremonia. Generalmente la guirnalda de la corona, así como las velas son bendecidas por un sacerdote.
La Corona de Adviento tiene su origen en Europa. En invierno, sus todavía bárbaros habitantes encendían algunas velas que representaban la luz del Sol. Así, ellos afirmaban la esperanza que tenían de que la luz y el calor del astro rey volvería a brillar sobre ellos y calentarlos. Con el deseo de evangelizar aquellas almas, los primeros misioneros católicos que allá llegaron quisieron, a partir de las costumbres de los naturales de la tierra, enseñarles la Fe y conducirlos a Jesucristo. Fue así que, crearon la “corona de adviento”, cargada de símbolos, enseñanzas y lecciones de vida.
El círculo no tiene principio, ni fin. Es interpretado como señal del amor de Dios que es eterno: sin principio y sin fin. El círculo simboliza también el amor del hombre a Dios y al prójimo que nunca debe llegar al fin, acabarse. El círculo además trae la idea de un “enlace de unión” que liga a Dios y las personas, como una gran “Alianza”.
Verde es el color que representa la esperanza, la vida. Dios quiere que esperemos su gracia, su perdón misericordioso y la gloria de
la vida eterna al final de nuestra vida terrenal. Las ramas verdes recuerdan las bendiciones que sobre los hombres fueron derramadas por Nuestro Señor Jesucristo, en su primera venida entre nosotros y que, ahora, con una esperanza renovada, aguardamos su consumación, en su segundo y definitivo regreso.
El adviento tiene cuatro semanas, cada vela colocada en la corona simboliza una de esas cuatro semanas. Al inicio la Corona está sin luz, sin brillo, sin vida: ella recuerda la experiencia de oscuridad del pecado.
A medida en que vamos acercándonos a la navidad, a cada semana del Adviento, una nueva vela va siendo encendida, representando cada una de ellas una aproximación más inminente de la llegada hasta nosotros de aquel que es la luz de este mundo, Nuestro Señor Jesucristo. Él es quien disipa toda oscuridad, es quien trae a nuestros corazones la reconciliación tan esperada entre nosotros y Dios y, por amor a Él, la “paz en la Tierra entre los hombres de buena voluntad”. (JSG)
Con ese tiempo de preparación, quiere la Iglesia enseñarnos que la vida en este valle de lágrimas es un inmenso adviento y, si vivimos bien, esto es, de acuerdo con la Ley de Dios, Jesucristo será nuestra recompensa y nos reservará en el Cielo un bello lugar, como está escrito: “Cosas que los ojos no vieron, ni los oídos oyeron, ni el corazón humano imaginó, tales son los bienes que Dios tiene preparado para aquellos que lo aman” (1Cor 2, 9).
Fuente:
– P. Mauro Sérgio da Silva Isabel, EP; Revista Arautos do Evangelho, Dez/2006, n. 60, p. 18-19
– http://www.acidigital.com
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