Autor : Emelly Tainara Schnorr
¿Estarán los fundamentos de la vida interior reservados tan sólo a las almas que viven en un monasterio, entregadas a la contemplación?
En una de las tierras más calientes de Andalucía se encuentra el antiguo palacio de los Condes de Palma. Su construcción, en estilo mudéjar, llama la atención por su antigüedad y su historia, pero sobre todo porque acoge una realidad mucho más elevada y sublime: la comunidad de las Carmelitas Descalzas de Écija, conocidas como las “Teresas” en homenaje a su gran Madre fundadora.
Al cruzar el vestíbulo del edificio, las primeras impresiones empiezan a invadir nuestra alma y nos invitan a alzar la vista hacia panoramas superiores, que se contraponen a las preocupaciones terrenas.
En el claustro, arcos rústicos y firmes parecen simbolizar la solidez de los principios que rigen lo cotidiano entre aquellas paredes. Cruces frías, duras y desnudas, colgadas en sus muros, les recuerdan a quienes allí viven el supremo sacrificio de Cristo; mientras que en la capilla el suave y perseverante parpadeo de la lamparita nos invita con insistencia a unirnos al Dulce Jesús, verdaderamente presente en el sagrario en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo las especies eucarísticas.
Las habitaciones y las celdas del monasterio están marcadas por la simplicidad, con el objetivo de facilitarla oración y la meditación, tan necesarias para nosotros y agradables a Dios. Y el conjunto de la edificación se encuentra envuelto por una atmósfera sobrenatural que llena el alma de dulce y pacífico refrigerio.
En efecto, llama la atención la calma y serenidad que reina en aquel ambiente monacal, dominado por un silencio tan sólo cortado por el gorjeo de los pájaros o por los pasos de una carmelita que se desplaza discretamente, atendiendo al toque de la campana, y parece vivir en constante diálogo con los ángeles y con Dios.
Tal silencio envuelve y apacigua el espíritu, invitando a olvidarse de lo que ocurre fuera de aquel ambiente recogido y bendito. Con palabras mudas e imponderables, pero cuán elocuentes, parece decirnos:
– Hijo mío, para y contempla cuánto hay de hermoso en este mundo sagrado que no son las preocupaciones del día a día, que no es la cosa concreta, que no es el hacer-hacer.
Es un mundo sobrenatural, que de un modo misterioso se filtra hasta nosotros y se vuelve sensible a nuestro espíritu Envueltos en esa atmósfera, nos encontramos con una placa fijada en un sitio bien visible que advierte: “La mansedumbre, la humildad y la paz son los fundamentos de la vida interior”. ¡Qué bien resume esta frase el secreto de la vida monástica!
Si nos encantamos con la robustez y la sobriedad de los arcos del claustro o con la luminosidad tamizada de la capilla, si nos sentimos atraídos por el repique de campanas o si somos acariciados por la bendición que exhala todo el ambiente, la razón de eso está en la vida interior de las personas que allí viven. La construcción no es nada si las almas no están en gracia, pues son “como piedras vivas” (1 P 2, 5), que hacen de ese lugar un edificio espiritual.
Sin embargo, ¿Estarán los fundamentos de la vida interior reservados tan sólo a aquellos a quien Dios pide la renuncia al esplendor y a la gloria del mundo para brillar únicamente para Él en las clausuras, entregados a la contemplación? Desde luego que no. De los divinos labios de nuestro Salvador brotó una enseñanza en la que está consignada el medio grandioso, y al mismo tiempo sencillo, de todo y cualquier bautizado para alcanzar la mansedumbre, la humildad y, en consecuencia, conseguir la paz: “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29).
1 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 13/9/1972.
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