El siglo XX comenzó al amparo del progreso en las comunicaciones. Con las mejoras de la fotografía y de la imprenta, periódicos, folletos y revistas pululaban por todas partes, informando acontecimientos que ocurrían en los sitios más remotos de la Tierra.
Éste fue un factor muy importante para que el mundo cristiano pudiese conocer, en 1902, la trágica historia de una campesina italiana de tan sólo once años de edad, brutalmente asesinada de catorce puñaladas mientras defendía hasta el martirio la virtud angélica. Su nombre —María Goretti— “se nos presenta como una incitación al celo de la Iglesia por la pureza, al valor de esta virtud que ella siempre inculcó. De manera que más vale la pena que la persona sacrifique su vida que perder la castidad”.1 Sin embargo, la firmeza de esta pequeña mártir no surgió de un momento a otro, sino que fue el fruto de una intensa vida espiritual, fortalecida por el Pan Eucarístico en las últimas semanas de su vida. Este hecho tal vez contribuyera de modo decisivo para que, ocho años después, el Papa San Pío X permitiera hacer la Primera Comunión a los niños tan pronto como despuntase el uso de razón, al presentir los maravillosos efectos que la presencia de Cristo produciría en los corazones infantiles. “Habrá santos entre los niños” 2, afirmó.
Mucho se ha escrito ya al respecto del martirio de esta santa, apodada tan acertadamente como “ángel de la pureza”. No obstante, poco se comenta de su breve y piadosa vida, cuyo desenlace no fue sino el resultado de la fe y del amor a Jesús, llevados hasta las últimas consecuencias. Es lo que tendremos la oportunidad de contemplar en estas líneas.
Hogar pobre, profundamente cristiano
La segunda hija de Luigi Goretti y Assunta Carlini nacía el 16 de octubre de 1890 en la aldea de Corinaldo, cerca del mar Adriático, y fue bautizada al día siguiente con el nombre de María Teresa. Su familia era pobre, aunque profundamente católica. Sus padres, siguiendo la costumbre vigente en aquel tiempo, hicieron que Marietta —como la llamaban cariñosamente— recibiera el Sacramento de la Confirmación con tan sólo seis años de edad.
Cuando Marietta tenía siete años, el pequeño campo de Luigi Goretti se hizo insuficiente para mantener a su familia y decidió emigrar a Colle Gianturco, en los alrededores de Paliano, a unos 50 km de distancia de Roma, en busca de mejores oportunidades. Aún así, tampoco tuvieron éxito allí: a pesar de la dura labor bajo un sol abrasador, mal conseguían lo necesario para alimentarse.
Dos años después, fue necesaria una nueva mudanza, esta vez a Ferrieri di Conca, triste y pantanosa localidad agrícola, donde Luigi vendría a fallecer al año siguiente de haber llegado, con 41 años de edad, víctima de la malaria que se propagaba en aquellos húmedos campos.
Marietta manifestaba un carácter bondadoso, dócil y humilde, y se reveló de una madurez precoz impresionante, ante la necesidad del cambio de vida que se le presentaba. Ayudó en los cuidados a su padre enfermo como una persona adulta y tras su muerte asumió las tareas del hogar, dejando que su madre pudiera sustituir a su marido en las faenas del campo. Limpiaba la casa, buscaba agua a la fuente, cortaba leña, cocinaba y cuidaba de sus cuatros hermanos menores como una pequeña madre. Cuando les faltaba el alimento, conseguía alguna cosa a cambio de unos trabajillos, como la venta de palomas y huevos en el mercado de la ciudad próxima, Nettuno.
De la educación de sus hermanitos no se olvida nunca: les reprendía por sus travesuras, les enseña buenas maneras, las oraciones y rudimentos del Catecismo. Era una fervorosa devota del Santo Rosario y lo rezaba todas las noches en compañía de su madre y sus hermanos, con una piedad edificante. Y cuando todos se habían retirado, rezaba un rosario más en sufragio del alma de su fallecido padre.
En más de una ocasión vio a su madre sin un céntimo en el bolsillo y sin un pedazo de pan en la alacena, llorando y lamentándose por la ausencia de su esposo. Con el corazón compungido la niña la abrazaba y la besaba, esforzándose por no llorar también, y le decía: “¡Ánimo mamá! ¡Ánimo! Pronto saldremos adelante, enseguida todos seremos mayores… ¿De qué tienes miedo? Nosotros te sustentaremos… Te mantendremos… Dios proveerá…”.3
Éstos son algunos destellos de su alma angelical. Tras su fallecimiento, su madre no dejó de dar testimonio de su virtud: “Siempre, siempre, siempre obediente mi hijita. Nunca me dio el más mínimo disgusto. Incluso cuando recibía alguna reprimenda inmerecida, por pequeñas faltas involuntarias, nunca se mostró rebelde, nunca se disculpó, sino que se mantenía en calma, respetuosa, sin quedarse malhumorada”.4
Nefasta aparcería con los Serenelli
En Ferrieri, Luigi trabajaba en una propiedad del conde Lorenzo Mazzoleni y era aparcero en las faenas agrícolas con Giovanni Serenelli y su hijo Alessandro. Viudo, muy dado al vino y sin discreción en sus palabras, Giovanni ni se preocupaba con la educación de su hijo. Éste, con 19 años de edad, era un muchacho de carácter introvertido, sin ningún tipo de formación religiosa. Nunca iba a Misa y de vez en cuando acompañaba a los Goretti en el rezo del rosario, en un rincón de la sala.
Era el único de aquella casa que sabía leer y su padre le traía periódicos con artículos de cuño anticlerical, además de novelas inconvenientes, con ilustraciones que despertaban su imaginación y le exacerbaban malos deseos; las usaba como decoración para las paredes de su habitación.
Sin embargo, debido a la desafortunada aparcería establecida entre Luigi y Giovanni, las dos familias residían en el mismo edificio. Y Alessandro, como confesaría más tarde, incluso reconociendo la candidez de aquella niña que lo trataba como a un hermano mayor, empezó a verla con miradas malintencionadas, alimentando una pasión que poco tiempo después culminaría en la conocida tragedia.
Antes de morir, Luigi —movido quizá por un mal presentimiento— le había aconsejado a su esposa que regresara a Corinaldo. No obstante, amarrada por el contrato y por las deudas, no tenía condiciones para salir de la casa compartida con lo Serenelli. A pesar de que las habitaciones estaban separadas, la cocina era común y la pequeña Marietta, aún teniendo poca edad, atendía a los dos familias en los quehaceres domésticos.
En aquella época era necesario haber cumplido los doce años para poder recibir la Sagrada Eucaristía, y Marietta sufría por no poder alimentarse del “Pan de los ángeles” y del “Vino que engendra vírgenes”. Su deseo aumentaba todos los domingos cuando iba a Misa con su madre y su madrina, soportando cuatro horas andando por un camino polvoriento hasta la iglesia más cercana.
A las insistentes súplicas para poder prepararse para hacer la Primera Comunión, su pobre madre le respondía que como no sabía leer no era posible que aprendiera la doctrina. Además, en la situación de penuria económica en la que se encontraban, ¿dónde conseguirían el dinero para el vestido y las demás prendas? Decidida, la niña no se dejaba abatir.
Finalmente, consiguió permiso para ir determinados días a la residencia de los Mazzoleni, para recibir las enseñanzas de su piadosa gobernanta y participar en la catequesis de los domingos, impartida por el P. Alfredo Paliani a un grupo de jovencitos.
Sin perjuicio de sus quehaceres domésticos, estudió y rezó durante once meses, dando hermosos ejemplos de virtud. Para asegurarse de la buena preparación de su hija, Assunta quiso someterla a un examen con el arcipreste de Nettuno, quien garantizó que era apta para recibir a Jesús en su corazón.
Tras hacer los ejercicios espirituales preparatorios, predicados por un sacerdote pasionista, Marietta regresó a casa muy compenetrada y, con un tono de voz serio, dijo: “Sabes mamá, el sacerdote nos ha contado la Pasión de Jesús. Y nos ha dicho que cuando cometemos un pecado renovamos la Pasión del Señor”. 5 Con esta grave afirmación manifestaba su propósito de evitar el pecado a toda costa.
El día de la Primera Comunión, antes de ir a la iglesia, estando ya lista, con el vestidito blanco que su madre le había conseguido con mucho esfuerzo y con un sencillo velo que había recibido de regalo, pidió perdón de sus faltas a su madre, a sus hermanos, a los Serenelli y a los vecinos.
En la solemnidad de Corpus Christi de 1902 recibía al Señor en su corazón, aunque aún no había cumplido los doce años. ¿Cuáles habrán sido las impresiones y coloquios divinos, en este primer encuentro entre Jesús Eucarístico y esa alma inocente, dispuesta a no ofenderle nunca con el pecado, incluso a riesgo de perder la vida? Sólo lo sabremos en la eternidad…
La alegría y la buena disposición de alma consecuentes con el gran paso que había dado en la vida espiritual se manifestaron tan pronto como Marietta llegó a casa. Abrazando a su madre, le prometió: “¡Mamá, oh madre querida, seré siempre y cada vez mejor!”.6
Los frutos de la Primera Comunión no se hicieron esperar. Un día, volvió a su casa contando que había visto a una compañera de la catequesis conversando maliciosamente con un joven libertino. Inmediatamente salió de aquel sitio y aún horrorizada afirmó: “Es mejor morir, mamá, que decir palabras feas”.7
Habían pasado pocas semanas y la pequeña no había comulgado nada más que dos o tres veces, siempre en domingo. El sábado 5 de julio manifestó su deseo de ir, al día siguiente, acompañada por una amiga, a recibir nuevamente la Sagrada Comunión. Estaba dispuesta a andar diez kilómetros hasta Nettuno o Campomorto, bajo un sol inclemente y en ayunas, para recibir a su amado Jesús.
Sin embargo, sus planes fueron truncados por la saña de Alessandro. Éste ya la había acosado en dos ocasiones y fue enérgicamente rechazado. Entonces la amenazó con matarla, y no sólo a ella, sino a Assunta también, si se lo contaba a alguien. Marietta no dijo nada a su madre, para no afligirla aún más, pero le pedía que no la dejara sola en casa, y procuraba estar siempre en compañía de algunos de sus hermanos.
Aunque aquella tarde la joven se había quedado cosiendo en el balcón a solas con su hermana más pequeña, que dormía plácidamente. Alessandro se las arregló para escaparse del trabajo, regresó a la residencia y arrastró a la fuerza a Marieta hacia dentro. Cuando se dio cuenta de sus infames intenciones, ella le reprobaba la acción pecaminosa: “¡No, no! ¡Dios no quiere eso! ¡Si lo haces irás al infierno!…”.8
Entonces, tomado por la furia, el criminal le asestó 14 crueles puñaladas. Seguidamente tiró el arma y se encerró en su cuarto. La niña, no obstante, tras un corto desmayo, consiguió andar hasta la terraza y pedir socorro. La noticia de lo ocurrido se difundió inmediatamente por la vecindad y el asesino fue preso.
Marietta fue llevada en ambulancia al hospital de Nettuno, donde la sometieron a una dolorosa laparotomía. Fueron dos horas de operación, ¡sin anestesia! Por cierto, la intención de salvarla era vana, pues tenía perforados el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Los médicos no entendían como aún estaba viva.
Volviendo del quirófano junto a su madre, se mostraba preocupada con tranquilizarla; le decía que estaba bien y le preguntaba por sus hermanos. La deshidratación causada por la pérdida de sangre la hacía sufrir terriblemente, pero la gravedad de las heridas le impedía sorber ni siquiera una gota de agua. En esta situación, recordar la sed que padeció Jesús en lo alto de la Cruz la tranquilizaba y le traía consuelo.
Al día siguiente tuvo la gracia de recibir la deseada Comunión, pero en circunstancias tan diferentes de las que imaginaba. El arcipreste de Nettuno, Mons. Signori, le llevó el Santo Viático al hospital, y cuando le preguntó si sabía a quién iba a recibir, ella respondió: “Sí, es el mismo Jesús que dentro de poco veré cara a cara”.9
El sacerdote le recordó que el Señor perdonó a todos desde lo alto de la Cruz y le había prometido al buen ladrón que aún en ese día estaría con Él en el Paraíso. Entonces, le preguntó si perdonaba a su asesino: “Sí, por amor a Jesús, le perdono. Y también quiero que esté conmigo en el Paraíso. Desde el Cielo rogaré por su arrepentimiento”.10
Con esta disposición de alma recibió los Sacramentos. Unas horas después entraría en agonía. Instintivamente besaba el crucifijo y una medalla de la Virgen, insignia de la asociación de las Hijas de María, en la que fue admitida en el lecho de su muerte. Invocó muchas veces a Nuestra Señora y sobre las tres de la tarde expiró.
Catorce lirios resplandecientes
La muerte de María Goretti fue llorada por todos los que la conocieron. Pronto se extendió la fama de su santidad y, tan sólo dos años después, sus restos mortales fueron depositados en un grandioso monumento erigido en su honor, en el santuario pontificio de Nuestra Señora de las Gracias, en Nettuno.
Uno de los hechos prodigiosos que contribuyeron a su canonización fue la conversión de Alessandro. En 1910, tras haber pasado por un período de frialdad y rebeldía, habiendo pensado incluso suicidarse, el infeliz asesino fue visitado por su víctima en la cárcel de Noto. Marietta se le apareció vestida de blanco, ofreciéndole unos lirios que cuando fueron tocados por él se transformaron en llamas resplandecientes. En total eran 14… el mismo número de las puñaladas que había recibido!
Asistido por los padres pasionistas, Alessandro se convirtió. Al cumplir 27 años de prisión fue liberado y se dirigió a Corinaldo, donde entonces vivía la madre de Marietta, para pedirle perdón. Imitando la actitud de su hija, lo perdonó y comulgaron juntos en la Misa de Navidad. Después, el arrepentido asesino se hizo terciario franciscano y terminó sus días, ya anciano, como sirviente y jardinero en un convento capuchino.
Mensaje para la juventud del tercer milenio
Santa María Goretti fue canonizada por el Papa Pío XII, el 24 de junio de 1950. La ceremonia, en la que participaron su madre, junto con sus hijos y nietos, tuvo que ser realizada en la Plaza de San Pedro, porque no había sitio suficiente para la multitud dentro de la basílica. El 6 de julio de 2003, concluyendo las conmemoraciones del centenario de su muerte, el Beato Juan Pablo II preguntaba, en sus palabras después del Ángelus: “¿Qué dice a los jóvenes de hoy esta muchacha frágil, pero cristianamente madura, con su vida y sobre todo con su muerte heroica?”.
Y continuaba: “Marietta —así la llamaban familiarmente— recuerda a la juventud del tercer milenio que la verdadera felicidad exige entereza y espíritu de sacrificio, rechazo de cualquier componenda con el mal y disposición a pagar personalmente, incluso con la muerte, la fidelidad a Dios y a sus mandamientos. “¡Qué actual es este mensaje! Hoy se exaltan a menudo el placer, el egoísmo o incluso la inmoralidad, en nombre de falsos ideales de libertad y de felicidad. Es necesario reafirmar con claridad que se debe defender la pureza del corazón y del cuerpo, porque la castidad ‘custodia’ el amor auténtico.
“Que Santa María Goretti ayude a todos los jóvenes a experimentar la belleza y la alegría de la bienaventuranza evangélica: ‘Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios’ (Mt 5, 8). La pureza de corazón, como toda virtud, exige un entrenamiento diario de la voluntad y una constante disciplina interior. Requiere, ante todo, invocar asiduamente a Dios en la oración”.11
Notas:
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santa Maria Goretti, um exemplo para a Igreja e para o mundo. In: Dr. Plinio. São Paulo. Ano XII. N.136 (Jul., 2009); p.18.
2 SÃO PIO X, apud PAIXÃO, CP, Aurélio. Santa Maria Goretti. 10.ed. Porto: Salesianas, 1970, p.101.
3 Idem, p.29.
4 Idem, p.17.
5 NOVARESE, Luís. Santa Maria Goretti. (A sua vida anedótica contada pela mãe). 3.ed. Lisboa: União Gráfica, 1957, p.51.
6 PAIXÃO, op. cit., p.35.
7 NOVARESE, op. cit., p.69.
8 GARCÍA, CP, Pablo. Santa María Goretti. In: MARTÍNEZ PUCHE, OP, José A. (Org.). Nuevo Año Cristiano. 3.ed. Madrid: Edibesa, 2002, v.VII, p.134.
9 PAIXÃO, op. cit., p.75.
10 Idem, p.71.
11 JUAN PABLO II. Ángelus, en Castel Gandolfo, 6/7/2003, n.1-2.
(Revista Heraldos del Evangelio, Julio/2011, n. 115, pag. 30 a 33)
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