¿Quién fue el primer santo canonizado?
La mineralogía nos enseña que los cristales más puros se forman por el enfriamiento de rocas en estado líquido. Las temperaturas necesarias para fundirlas son altísimas, como las que existen en los volcanes y en el magma del interior de la Tierra. Cuanto más largo sea el tiempo de enfriamiento, y mayor el reposo de ese proceso, mayores y más perfectos serán los cristales.
Lo mismo ocurre con las instituciones de la Iglesia: la liturgia, la jerarquía eclesiástica, el Código de Derecho Canónico, las manifestaciones artísticas, en fin, las maravillas que conocemos y que deslumbran al mundo hoy día. El Señor no creó una Iglesia perfecta y terminada, sino que quiso dejar esa tarea de elaboración de instituciones a sus futuros miembros, que con serenidad, paciencia y sabiduría, irían cristalizando a lo largo de los siglos la maravillosa y ardiente doctrina que nos dejó el Hijo de Dios.
Una de estas instituciones, que tardó nueve siglos en producir uno de los mejores diamantes espirituales de la Iglesia, es la de las canonizaciones: el primer hombre oficialmente elevado a la honra de los altares fue San Ulrico, Obispo de Augsburgo, en la actual Baviera, Alemania, en el siglo X.
Esto no significa que no haya habido santos en la Iglesia en los siglos precedentes. Los hubo, pero no pasaron por un proceso formal, según unas reglas, definido por la Santa Sede. Hasta entonces, los santos eran aclamados por entusiasmo popular, la vox populi, mientras que hoy la fama de santidad de un católico sólo lleva a que se inicie su proceso de canonización.
Con la expansión de la Iglesia, los obispos, paulatinamente y con el objetivo de evitar abusos, se reservaron el derecho de proponer a la devoción pública a un fiel determinado, pero lo hacían siempre como consecuencia de un primer movimiento procedente de los fieles. En la época de las persecuciones, era costumbre celebrar la Eucaristía en las tumbas de los cristianos fallecidos, en el aniversario de su muerte.
Esto no despertaba sospechas en las autoridades perseguidoras, pues los romanos tenían la costumbre de realizar una comida en la tumba de sus familiares; y las primeras liturgias cristianas eran una imitación muy cercana a lo sucedido en la Última Cena: aún no existía un rito establecido, paramentos litúrgicos, vasos sagrados, ni la mayor parte de los ornamentos usados hoy día para estimular nuestra devoción y mostrar la debida reverencia al acto sagrado. Ni siquiera existían iglesias. Así pues, esa costumbre se fue generalizando, y en tiempos posteriores a las persecuciones no era raro que se celebrara con pompa la Eucaristía en las tumbas de los familiares.
San Agustín, por ejemplo, narra en Confesiones la Eucaristía celebrada en la sepultura de su madre, Santa Mónica. Posteriormente, con las migraciones e invasiones bárbaras, los huesos, es decir, las “reliquias” (del latín, relinquere, dejar atrás) de los mártires -que habían edificado particularmente a los fieles por su muerte ejemplar-, fueron siendo trasladados y enterrados en las iglesias, para protegerlos contra saqueos y profanaciones. Con el paso del tiempo, también se quiso enterrar en las iglesias los restos mortales de personas dignas de veneración por sus virtudes y ejemplo de vida: santos no mártires, como se dice hoy día.
Con el aumento del número de “santos”, la Iglesia fue estableciendo los criterios necesarios para proclamar la santidad de una persona. Y el primero en cumplirlos fue San Ulrico, canonizado el 3 de febrero del 993 por el Papa Juan XV. Se perdió la bula de canonización, pero se sabe de su existencia mediante transcripciones posteriores y menciones en otros
documentos. Desde entonces se han ido haciendo perfeccionamientos y modificaciones en el proceso, pero los fundamentos fueron lanzados.
No se han encontrado comentarios