El pecado de nuestra época

Autor : P. Winston de la Concepción Salazar Rojas, EP

Imaginemos un enfermo que se niega a aceptar su situación. Si el sentido común le muestra claramente el mal que padece, es de esperar que lo admita y procure remediarlo. De hecho, el primer paso que cualquiera ha de dar para lograr la curación es conocer y reconocer su enfermedad, y querer curarse. Para los antiguos griegos este “autoconocimiento” era tan importante que inscribieron en el célebre templo de Apolo en Delfos el siguiente aforismo: “Conócete a ti mismo”. Inspirándose en él Sócrates le decía a su discípulo Alcibíades: “El hecho con que siempre nos enfrentamos es este: que conociéndonos a nosotros mismos podremos conocer la manera de cuidarnos mejor”.1

El regreso del hijo pródigo

Ahora bien, el cristiano, además de este mero conocerse psicológico, debe reconocerse pecador, como afirma San Juan: “Si confesamos nuestros pecados, Él [Dios], que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1 Jn 1, 9-10).

Por lo tanto, como nos recuerda el Beato Juan Pablo II, “reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios”.2 Ésta fue la experiencia de David, quien al ser amonestado por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12) exclama: “Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad en tu presencia” (Sal 50, 5-6). Un ejemplo sumamente conmovedor de reconocimiento del propio pecado lo encontramos en la actitud del hijo pródigo: “Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti” (Lc 15, 21).

“No hay Dios que me pida cuentas”…

Hoy en día, sin embargo, esa saludable actitud de reconocimiento de la propia culpa —el antiguo “conócete a ti mismo” de los griegos— parece que no ya tiene cabida en nuestra sociedad, porque ésta se asemeja al supuesto enfermo anteriormente mencionado. Prefiere ignorar su mal y continuar cantando neciamente: “Tout va très bien, Madame la Marquise” — Todo va muy bien, Sra. Marquesa.

Así reza el estribillo de una canción francesa de 1935 en la que se narra con aguda ironía la tragedia de una noble dama que, habiéndose ausentado de su castillo, llama por teléfono a cada uno de sus criados para preguntarles qué novedades hay, y le responden de modo invariable: “Todo va muy bien”… y poco a poco le ponen al corriente de las calamidades que se abaten sobre ella.

– ¡Aló! ¿Qué noticias hay?
– Nada de nuevo, Sra. Marquesa. Todo va muy bien, aparte de una tontería: se ha muerto su yegua gris.

– ¿Mi yegua? ¿Cómo ha sucedido eso?
– Durante el incendio de las cuadras…

– ¿Las cuadras? ¿Se han incendiado?
– Fueron alcanzadas por las llamas de su castillo.
– ¿Mi castillo? Pero ¿qué ha pasado?
– El Sr. Marqués no soportó la noticia de que estaba arruinado y se ha suicidado; al caerse tiró las velas que prendieron fuego a las cortinas y así se incendió todo el castillo. Pero aparte de eso, todo va muy bien…!

Gustavo Kralj
La muerte del pecador
“La muerte del pecador” – Iglesia del Señor del Bonfim, Salvador de Bahía (Brasil)

Quizá podríamos preguntarnos si existe una analogía entre la negligente actitud del mundo actual, frente a los peligros que lo acechan, y la de los que en la época de San Pablo negaban la resurrección y la vida eterna, diciendo: “comamos y bebamos, que mañana moriremos” (cf. 1 Co 15, 32); porque el impío en su arrogancia dice: “No hay Dios que me pida cuentas” (Sal 9, 25).

Este endurecimiento del corazón tal vez sea el síntoma más serio de la enfermedad que padece el mundo contemporáneo, que consiste en impugnar la noción misma de pecado y suprimir la distinción entre el bien y el mal, resabio de la antigua herejía pelagiana que subsiste larvadamente en muchos ambientes.

La maldad del pecado

No obstante, por la fe y por la experiencia nos damos cuenta de que el pecado es sin duda el más grande de todos los males: “Según las Escrituras es la causa profunda de todo mal”, explica el Papa Benedicto XVI; pero —añade— “muchos rechazan la misma palabra ‘pecado’, pues supone una visión religiosa del mundo y del hombre”.3

El pecado también es ingratitud y rebelión contra Dios, y perjudica a los que lo cometen, pues los convierte en sus esclavos (cf. Jn 8, 34). El pecado envenena la convivencia entre los hombres, introduce la concupiscencia la violencia y la injusticia, provoca situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. 4

El pecado acompaña al hombre desde los albores de su existencia: “La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres”.5 Todos sus descendientes sufrirían sus consecuencias: la enfermedad, el dolor, el cansancio y la muerte. Por consiguiente, “la sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad”.6

Finalmente, el pecado le arrebata al hombre la suprema felicidad de ver a Dios, privilegio reservado a los limpios de corazón (cf Mt 5, 8), y causa una forma de ceguera muy grave, que es la del alma. “En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones. El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante.

Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona; de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios”.7

Conciencia y sentido del pecado

Resuena en el santuario interior del hombre una voz que apunta a una ley superior que él no se ha impuesto a sí mismo, pero a la que debe obedecer.

Y la cual le advierte “que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal”; es la voz de la conciencia que le habla al hombre “en los oídos de su corazón”.8

Sin embargo, en la Historia puede ocurrir que esa voz parezca que se apague. De hecho, “¿no vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una ‘anestesia’ de la conciencia?”.9

El que no escucha la voz de su conciencia ni reconoce el pecado, tampoco se lamentará de haberlo cometido; cualquier pedido de perdón le parecerá innecesario e incluso absurdo. Es lo que, según el Beato Juan Pablo II, le ocurre al hombre contemporáneo, al cual “parece que le cuesta más que nunca reconocer los propios errores”, además de ser muy reacio a decir “me arrepiento” o “lo siento”.10 Ese endurecimiento del corazón “corresponde a la realidad que Cristo ha llamado ‘pecado contra el Espíritu Santo’”,11 comenta el mencionado Pontífice. Ahora bien, precisamente en la conciencia es donde se localiza el sentido del pecado, que se caracteriza por “una fina sensibilidad y una aguda percepción de los fermentos de muerte , que están contenidos en el pecado” 12 y se manifiesta a manera de un vivo e intenso sentimiento de culpa cuando oímos la voz de la conciencia que nos acusa de haber ofendido a nuestro Padre, Creador y Señor. No es una opresiva sensación de temor o de angustia, ni tampoco un mero conocimiento intelectual o psicológico, sino un profundo y sereno pesar por no haber correspondido al amor misericordioso de Dios.13

Pero cuando la conciencia moral se extingue, se oscurece el sentido de pecado y también el sentido de Dios: “El debilitamiento de la experiencia de Dios se manifiesta hoy en la desaparición de la experiencia del pecado y viceversa: la desaparición de la conciencia aparta al hombre de Dios”.14 Por ese razón, la fe en Dios se ve amenazada. “Como sabemos, en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy”.15

El pecado de nuestro tiempo: es la pérdida del sentido del pecado

Esta lamentable situación llevó al Papa Pío XII a declarar, con palabras que se han hecho casi proverbiales, que “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado”. 16 Este fenómeno ha sido favorecido por diversas corrientes intelectuales e ideológicas de índole materialista e incluso militantemente anticristianas, así como por el ateísmo práctico en el que viven muchos católicos: “La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria”.17

Benedicto XVI
Benedicto XVI

Un factor que, como indica el Beato Juan Pablo II, ha contribuido no raras veces al deterioro del sentido del pecado, radica en los errores y desvíos en materia de fe y moral que surgieron en el seno de la Iglesia.18

El Pontífice afirma que se pasó del extremo de ver el pecado en todo al extremo opuesto de no distinguirlo en ninguna parte; se predica un amor a Dios que excluye toda justa sanción; se practica un supuesto respeto a la conciencia individual que evita el deber de decir la verdad; el sacramento de la Reconciliación fue relegado a un aspecto puramente comunitario o vaciado de su contenido, por la negación de la realidad del pecado y de sus consecuencias, e incluso reducido a una simple consulta psicológica; no se insiste en la necesidad de la conversión, de la práctica de la virtud o del combate al vicio.

A esto se suman la confusión y el escándalo ocasionados en numerosas almas por la discrepancia de opiniones y de enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual e incluso en la confesión, sobre graves y delicadas cuestiones del dogma y de la moral, con el agravante del divorcio entre la fe y la vida, la incoherencia entre la doctrina y la práctica, que se difunde entre los pastores y los fieles y que el Concilio califica como “uno de los más graves errores de nuestra época”.19

Eclipse de Dios

El oscurecimiento de la fe y del sentido de Dios podría ser comparado a uno de los fenómenos astronómicos más asombrosos: el eclipse solar. El filósofo Martin Buber lo aplica a nuestros días cuando escribe que la “hora histórica que el mundo atraviesa” se asemeja a la de un “eclipse de la luz del cielo”, de un “eclipse de Dios”.20

Valiéndose de esta analogía, el Papa Benedicto XVI observa que la cultura actual tiende a excluir a Dios o a considerar la fe como un asunto privado, sin repercusión en la vida social; esto produce el “eclipse de Dios”, que no es sólo un olvido, sino “un verdadero rechazo del cris tianismo y una negación del tesoro de la fe recibida”.21

Este eclipse de Dios amenaza con destruir la existencia misma del hombre, pues al borrarse el sentido del pecado y el sentido de Dios, que lo fundamenta, el hombre naufraga en su egoísmo; la ambición y la crueldad crecen desenfrenadas, los sentimientos de compasión se extinguen, el tener pasa a valer más que el ser, el bienestar material y el placer —incluso el ilícito— se convierten en el fin supremo de la vida, todo se reduce a la eficiencia económica y al consumismo desordenado, y se olvidan los valores más profundos —espirituales, morales y relacionales— de la existencia.22

Otavio de Melo
Confesión
Administración del sacramento de la
Reconciliación en la catedral de São
Paulo y “Cristo Pantocrátor” – Basílica de
San Pablo Extramuros, Roma
Cristo Pantocrátor
Gustavo Kralj

Por último, al oscurecerse el sentido de Dios, se borra también el sentido mismo del hombre: “La criatura sin el Creador desaparece. […] Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida”.23

Los lamentables efectos del eclipse de Dios y de la pérdida del sentido del pecado ensombrecen nuestra época, porque —como advierte el Catecismo— “ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres”.24

¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!

En este momento dramático, sin embargo, no debemos desanimarnos; aún brilla la esperanza en nuestro mundo enfermo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló” (Is 9, 1).

Esa luz es Jesucristo, que nos enseña que los que necesitan médico son los enfermos, no los sanos. Y para eso Él, nuestro divino Médico, ha venido al mundo: para salvarnos, a nosotros, pecadores, y llevarnos a la conversión (cf. Mc 2, 17).

“¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!”, cantamos en la Vigilia Pascual, porque si el pecado y sus consecuencias son terribles, inmensamente más es lo que Cristo ha conquistado para nosotros con su muerte y gloriosa resurrección, de manera que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Por eso la Iglesia, constituida por Cristo como “sacramento universal de salvación”, 25 continua instando a los pecadores que reconozcan sus pecados y acudan a la fuente inagotable de la misericordia, tal como lo hicieron el hijo pródigo y el buen ladrón, o como esa dichosa mujer que por su compunción mereció oír estas consoladoras palabras: “sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). Sin embargo, no olvidemos esta dulce advertencia: “Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8, 11).

Este misericordioso perdón de Dios se manifiesta de manera especial en el sacramento de la Reconciliación. Aquí el mismo Jesús, en la persona del sacerdote, espera para ofrecernos a manos llenas su bondad y su clemencia. Sólo es necesario una cosa: reconocer con humildad que hemos pecado. “Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado.

En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de Él gracia y perdón”. 26

Pero si a pesar de todo el recuerdo de la enormidad de nuestros pecados nos perturba, en nuestra conciencia las culpas nos avergüenzan y la justicia de Dios nos hace estremecer, no nos dejemos abatir por la angustia ni caigamos en el abismo de la desesperación.27 Por el contrario, recurramos sin tardanza a María Inmaculada, Madre del Señor y Madre nuestra amadísima, y pidámosle: “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”, con la certeza de que los que confían en su poderoso auxilio nunca serán abandonados.

1 PLATÓN. Obras Completas. Diálogo Alcibíades o de la naturaleza del hombre. Madrid: Aguilar, 1969, p. 257.
2 JUAN PABLO II. Reconciliatio et pænitentia , n.º 13.
3 BENEDICTO XVI. Ángelus, 13/3/2011.
4 Cf. CCE 1869.
5 Ídem, 390.
6 BENEDICTO XVI. Caritas inveritate, n.º 34
7 SAN TEÓFILO DE ANTIOQUÍA. Ad Autolycum, l. 1, c. 2 (MG 6, 1026-1027).
8 Cf. CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, n.º 16.
9 JUAN PABLO II, op. cit., n.º 18.
10 Cf. Ídem, n.º 26.
11 Cf. JUAN PABLO II. Ángelus, 1/4/1979.
12 Cf. JUAN PABLO II. Reconciliatio et pænitentia, n.º 18.
13 “Prefiero sentir el arrepentimiento que me lleve a la conversión en vez de poderlo definir”, enseña Imitación de Cristo , 1, 1, 2.
14 RATZINGER, Joseph. O caminho Pascal. São Paulo: Loyola, 1986, p. 136.
15 BENEDICTO XVI. Discurso a los participantes en la reunión plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe , 27/1/2012.
16 PÍO XII. Radiomensaje en la conclusión del Congreso Catequístico de Estados Unidos, en Boston , 26/10/1946. In: Discorsi e Radio messaggi, VIII (1946), 288.
17 Ídem, ibídem.
18 Cf. JUAN PABLO II. Reconciliatio et pænitentia, n.º 18.
19 CONCILIO VATICANO II, op. cit., n.º 43.
20 Cf. BUBER, Martin. El eclipse de Dios. Estudios sobre las relaciones entre religión y filosofía . Buenos Aires: Nueva Visión, 1984, p. 25.
21 BENEDICTO XVI. Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud 2011.
22 Cf. JUAN PABLO II. Evangelium vitæ , n.º 23.
23 Cf. CONCILIO VATICANO II, op. cit., n.º 36.
24 CCE 407.
25 Cf. CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 48.
26 BENEDICTO XVI. Discurso a los participantes en el Curso anual organizado por la Penitenciaria Apostólica , 7/3/2008.
27 Cf. SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Homilía II en alabanza de la Virgen Madre. In: Obras Completas . 2.ª ed. Madrid: BAC, 1994, t. II, p. 639.

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