El Rosario y la Paz
Santo Domingo de Guzmán, ferviente y celoso apóstol, gran defensor y propagandista del rosario, hizo de esta fundamental práctica de devoción mariana un eficaz instrumento para sus propias necesidades, y la usó con enorme fruto como método de predicación. Siguiendo los pasos de su fundador, el rosario se convirtió en una verdadera gloria de la Orden Dominica, que le confirió una estructura lógica y atractiva de fácil asimilación.
Incapaz de largas y elevadas meditaciones, el pueblo se complace con las fórmulas sencillas. Por ello el rosario –más aún con la feliz adición de los Misterios Luminosos– se ofrece como un breve catecismo que sintetiza vivamente las principales verdades de la fe. Pone a disposición del que lo reza un resumen del Evangelio, y ya sea en la casa, en la iglesia o en los recorridos, es posible rememorar la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección del Señor mientras se van desgranando sus cuentas en Padrenuestros, Avemarías y Glorias.
Por otro lado, son numerosos los casos de intervención mariana a lo largo de la Historia con motivo de esta devoción. Tanto, que Gregorio XIII fijó para el primer sábado de octubre la fiesta de Nuestra Señora del Rosario.
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La paz, dice san Agustín, es la tranquilidad del orden. Puede que exista tranquilidad sin orden o viceversa, pero en ninguno de estos casos habrá paz, porque toda tranquilidad nace del reposo de las cosas que no luchan por abandonar su lugar.
A su vez –y profundizando más el asunto– la paz es fruto del Espíritu Santo, de Quien procede como de su real semilla, o raíz. Como enseña la doctrina católica, en el proceso normal de los frutos del Espíritu Santo el primero es la caridad, y su consecuencia es el gozo. De ambos procede la paz.
Santo Tomás de Aquino nos enseña que se vive en perfecto orden cuando se está unido a Dios, que es el primer principio y el último fin de todo lo creado. Mientras mayor sea el grado de unión entre el hombre y Dios, más efectivo será el descanso interior (“Sedatio a fluctuatione desiderii”). De esta unión resultará también una calma confiada en presencia de cualquier enemigo exterior; nada podrá turbar al que se encuentra relacionado con Dios de esta manera, tal como dice san Pablo: “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8, 31). Por tanto, la paz se fundamenta en la vida de la gracia y de la caridad, por ser fruto del Espíritu Santo, y se hace real cuando se vive con Jesucristo.
Frente a esta evidencia, una era histórica constituida en la impiedad, el pecado y la maldad no puede gozar la verdadera paz, como afirma Isaías: “No hay paz para los malvados, dice mi Dios” (Is 57, 20). De ahí nacen los crímenes, los atentados, los secuestros, los terrorismos, las guerras, etc. Si las calamidades de nuestra época alcanzan un nivel inconcebible, ha llegado el momento de implorar la paz, y el gran medio para obtenerla es el santo rosario. Pero no olvidemos que “Cristo es nuestra paz” (Ef 2, 14). Y lo es, de hecho, como autor de la gracia: “La gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1, 17).
(Revista Heraldos del Evangelio, Octubre/2006, n. 39, p. 5)
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