El tiempo de Cuaresma, que comienza el Miércoles de Ceniza es un tiempo penitencial dedicado al fomento de la conversión y la adecuada preparación para la celebración del Triduo Pascual. En este tiempo dos prácticas penitenciales se destacan especialmente: el ayuno y la abstinencia. Para explicar el sentido de estas prácticas, el diácono estadounidense Mike Bickerstaff, quien ejerce su ministerio en la Arquidiócesis de Atlanta, resumió en un artículo los beneficios espirituales de estas prescripciones.
“El Hombre de Dolores” de William Dyce, que ilustra el ayuno de 40 días realizado por Jesucristo. |
“El mensaje del Evangelio es uno de autonegación y de desprendimiento de todas las cosas que son un obstáculo para nuestro crecimiento”, recordó el diácono Bickerstaff. “Por eso los católicos practicamos ayuno y abstinencia como una forma de negación personal que pretende llevarnos a la perfección”.
El ayuno y la abstinencia en la vida de la Iglesia
Antes de profundizar en el tema, el diácono recordó las reglas de la Iglesia sobre el ayuno y la abstinencia. “La Iglesia requiere que sus miembros ayunen dos días cada año: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo”. Sobre este ayuno la norma norteamericana es que sólo se tome una comida completa, mientras puede tomarse algo de comida adicional en otros momentos que no llegue a sumar en total una comida completa. La abstinencia de carne está prescrita para todos los viernes del año, aunque en varios lugares puede reemplazarse por otro sacrificio fuera del tiempo de Cuaresma.
“¡Eso es todo!”, exclamó el diácono. “Y muchos de nosotros protesta y espera a que el reloj avance hasta la medianoche de forma que podamos comer un sandwich”, criticó. “Tenemos que cambiar nuestra forma de pensar porque los apetitos no controlados sólo se hacen más hambrientos e insaciables”. Detrás del hecho mismo de disminuir la comida o dejar de comer carne existe un sentido espiritual que debe buscarse para aprovechar los beneficios de estas prácticas.
Sobre el espíritu de sacrificio que subyace tras el ayuno y la abstinencia, Bickerstaff explicó que lo que la Iglesia pide es “renunciar a algo que es bueno, ya sea comida o cualquier otro bien, con el propósito de profundizar nuestra vida espiritual y hacer actos de reparación por nuestros pecados o los pecados de otros”. Las prácticas de sacrificio como el ayuno y la abstinencia tienen una larga historia dentro de la Iglesia, incluso hasta el tiempo mismo de Jesús, quien ayunó durante 40 días como preparación a su vida pública, lo cual originó la práctica de la Cuaresma.
Recuperar la integridad
El ayuno, unido a la oración y la limosna, hace parte de las prácticas espirituales que “dominan materialmente y controlan los apetitos físicos del cuerpo” y “nos ayuda, por la gracia de Dios, a hacer que el alma sea capaz de orar más perfectamente y con mayor libertad”, explicó el diácono. De esta forma “conduce a una mayor unión con Dios” y posibilita una mejor administración de la creación y una mayor entrega de caridad con el prójimo. Una expresión de esta disposición es donar como limosna el dinero que se ahorra con las privaciones de los gustos personales durante la Cuaresma.
Refiriéndose a la necesidad del sacrificio tras el pecado original, Bickerstaff recordó que Adán y Eva perdieron por el pecado el don de la integridad. “¿Alguna vez ha sentido que usted simplemente no puede hacer lo que quiere, o conocer lo que debería hacer, y en su lugar resulta haciendo lo que no quiere hacer?”, cuestionó el diácono. “San Pablo habla de esto en su Epístola a los Romanos”. A causa de la inclinación al mal que padecen todos los seres humanos, el hombre debe controlar la concupiscencia corporal, que es impulso de satisfacer indiscriminadamente los apetitos del cuerpo y buscar el placer aunque la razón indique que no es apropiado.
El sacrificio, en este caso el ayuno y la abstinencia, busca restituir la integridad. “La integridad nos ayudaba a hacer actos de voluntad que en nuestra libertad eran razonables”, comentó Bickerstaff. “La integridad nos ayudaba a balancear el cuerpo y el alma para nuestro bien”. Ahora se requiere la práctica de las virtudes, especialmente la templanza, para reemplazar los malos hábitos. “Negar voluntariamente al cuerpo incluso buenas cosas es una forma de entrenamiento espiritual para este fin, de la misma forma como un músico se hace mejor si renuncia a cosas buenas para practicar en su instrumento o como un atleta que deja de lado tiempo y comidas para entrenar su cuerpo para ser excelente bajo presión física y mental”, explicó.
“Esta es enseñanza pura del Evangelio, dejar estas cosas, incluso buenas, que tiendan a ser un obstáculo para nuestra santificación “, recordó Bickerstaff. De esta forma se evita que lo creado tome el lugar de Dios en la vida de los fieles y se satisfaga en lugar del hambre corporal las profundas necesidades del espíritu. “Porque sólo Dios, no las cosas del mundo, pueden satisfacer el hambre más profunda del alma humana”.
Con información de Integrated Catholic Life.
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