Su nombre era Cuauhtlatoatzin, que significa, “Águila que habla”. Un día, oyó repentinamente una música suave, sonora e melodiosa.
Se piensa generalmente que Juan Diego era un indígena “pobre” y de “baja condición social”. No obstante, sabemos hoy, por diversos testimonios, que él era hijo del rey de Textoco, Netzahualpiltzintli, y nieto del famoso rey Netzahualcóyolt. Su madre era la reina Tlacayehuatzin, descendiente de Moctezuma y señora de Atzcapotzalco y Atzacualco. En estos dos lugares Juan Diego poseía tierras y otros bienes en herencia.
San Juan Diego |
Fue a este representante de las etnias indígenas del Nuevo Mundo a quien, ya hace casi quinientos años, la Madre de Dios apareció trayendo un mensaje de bienquerencia, dulzura y suavidad, cuya luz se prolonga hasta nuestros días.
Para comprender la magnitud del bondadoso mensaje de Nuestra Señora, debemos trasladarnos al ambiente psico-religioso de aquel tiempo.
De un lado, las numerosas etnias que habitaban el valle del Anahuac, actual Ciudad de Méjico, habían vivido durante décadas bajo el despotismo de la tribu más poderosa, en la que habitualmente se practicaban sangrientos ritos idolátricos. Anualmente, sacrificaban millares de jóvenes para mantener encendido el “fuego del sol”. La antropofagia, la poligamia y el incesto eran parte de su vida.
Los celosos misioneros, llegados junto con los españoles, veían la necesidad imperiosa de evangelizar ese pueblo, extirpando tan repugnantes costumbres.
Entretanto, los malos hábitos adquiridos, la dificultad del idioma y, sobretodo, un cierto orgullo indígena de no aceptar el “Dios del conquistador” en detrimento de sus divinidades, hacían difícil la tarea de introducir en ese ambiente la Luz del mundo.
Dios Nuestro Señor, en su infinita misericordia, queriendo que todos los hombres “se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4), preparaba una maravillosa solución para ese impasse.
Nuestra Señora se aparece a San Juan Diego
El 9 de diciembre de 1531, Juan Diego estaba en los alrededores del cerro Tepeyac, en la actual ciudad de Méjico. Repentinamente, oyó una música suave, sonora y melodiosa que, poco a poco, se fue extinguiendo. En ese momento escuchó una lindísima voz, que en el idioma nahualt lo llamaba por su nombre. Era Nuestra Señora de Guadalupe.
Después de saludarlo con mucho cariño y afecto, le dirigió estas palabras llenas de bondad: “Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, del Creador de las personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediatez, el Dueño del cielo, Dueño de la tierra.
Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, mi compasión, mi auxilio y mi salvación. Porque en verdad soy vuestra madre compasiva, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; quiero oír ahí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores”.
La Virgen pidió a Juan Diego que fuese al palacio del Obispo de Méjico, y le comunicase que ella lo enviaba y pedía la construcción del templo.
El “Mensajero de la Virgen” fue a entrevistarse con el Obispo de Fray Luis de Zumárraga, a quien narró lo sucedido, pero éste se mostró incrédulo citándolo para otro día.
Segunda y tercera Aparición
En ese mismo día, al ponerse el sol, Juan Diego, apesadumbrado, va a dar cuenta a la Virgen de su fracasada misión. Y con una encantadora inocencia, le pide a Ella que escoja un embajador mas digno, estimado y respetado. La Madre de Dios le respondió: “Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargue que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad. Pero es muy necesario que tú, personalmente, vayas, y que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y otra vez dile que yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envío”.
Al día siguiente, después de asistir a misa, Juan Diego volvió a buscar al señor Obispo Zumárraga, quien lo recibió con atención pero, más escéptico que antes, le dice que era necesario “una señal” para demostrar que era realmente la Reina del Cielo quien lo enviaba. Con toda naturalidad Juan Diego respondió que sí, y va a pedirle a la Señora la “señal” solicitada.
Al caer el sol, como en las veces anteriores, se le apareció Nuestra Señora radiante de dulzura. Ella aceptó sin el menor reproche concederle la señal pedida, para lo cual lo citó al día siguiente.
Él huye, Ella va a su Encuentro
Sin embargo, al día siguiente, lunes 11, Juan Diego no se presenta a la cita. Su tío, Juan Bernardino, había caído repentinamente enfermo, y él trata por todos los recursos medicinales indígenas curarlo. Todo fue en vano. Cuando el tío ve que la muerte se aproxima, siendo ya cristiano fervoroso, le pide a su sobrino que intente traerle un sacerdote para que lo asista.
Juan Diego, presuroso, sale al amanecer del día 12 en busca del confesor pero decide tomar un camino diferente al habitual, para que la “Señora del Cielo” no le salga al encuentro, pues, pensaba él: “me pedirá cuentas de su encargo y no podré ir en busca del sacerdote”.
Pero su artimaña no funciona.
Para su asombro, la Madre de Dios se le apareció en ese camino. Avergonzado, Juan Diego trató de disculparse con formulas de cortesía propias de la usanza indígena: “Mi jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta.” Y luego de explicarle la enfermedad de su tío, como la causa de su falta de diligencia, concluyó: “Te ruego me perdones, porque con ello no engaño, Hija mía la menor, Niña mía, mañana sin falta vendré a toda prisa.
A lo cual le respondió la Virgen, con bondad y cariño:
“Escucha, y ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te asusta y aflige. Que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad y angustia.
¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, ni te perturbe. No te apriete con pena la enfermedad de tu tío, por que de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya sanó”.
Señal para el “Mensajero de la Virgen“
Así que oyó esas bellísimas palabras, Juan Diego, muy consolado, creyó en la Virgen. Ahora era preciso cumplir con la misión. ¿Cuál era la señal? Ella le ordena subir al cerro del Tepeyac y cortar las flores que allí encontrara. Encargo imposible, dado que nunca las había, y menos todavía en ese tiempo de intenso frío y sequedad. Pero Juan Diego no duda. Sube el cerro y en la cumbre encuentra las más bellas y variadas rosas, todas perfumadas y llenas de gotas de rocío como si fuesen perlas. Las cortó y colocó en su tilma (poncho típico de los indios mejicanos). Al llegar abajo, Juan Diego mostró las flores a Nuestra Señora, quien las toca con sus manos celestiales y se las vuelve a poner en la tilma.
“Hijito mío, el más pequeño, esta diversidad de flores son la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás de mi parte que vea en ella mi voluntad y él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador en el que absolutamente deposito toda la confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas”.
Juan Diego se dirigió nuevamente al palacio del Obispo Zumárraga y luego de mucho esperar y forcejear con los criados, lo hace pasar a su presencia. El “Mensajero de la Virgen” comenzó a narrar todo lo sucedido con Nuestra Señora y en cierto momento extiende su tilma, descubriendo la señal. Cayeron las más preciosas y perfumadas flores y, al instante, se estampó milagrosamente en el tejido la portentosa Imagen de la Perfecta Virgen Santa María Madre de Dios, que se venera hasta hoy en el Santuario de Guadalupe.
Profundo sentido eclesial y Misionero
Así fue la gran aparición, cuyo primer resultado fue la conversión a gran escala de los indígenas. “El acontecimiento Guadalupano – señala el episcopado de Méjico – significó el inicio de la evangelización, con una vitalidad que sobrepasó todas las expectativas. El mensaje de Cristo, por medio de su Madre, tomó los elementos centrales de la cultura indígena, los purificó y les dio el definitivo sentido de salvación.” Y el Papa completa: “Es así que Guadalupe y Juan Diego tomaron un profundo sentido eclesial y misionero, siendo un modelo de evangelización perfectamente inculturada” (Misa de Canonización, 31/7/2002).
Por eso, determinó Su Santidad que en el día 12 de diciembre sea celebrada, en todo el Continente, la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y Evangelizadora de América (Exhortación Apostólica Ecclesia in America).²
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Santa misa de canonización del beato Juan Diego Cuauhtlatoatzin, en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe:
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