¡Y Nuestra Señora volvió!
Era 13 de agosto de 1.917, día marcado para una aparición más de aquella “linda Señora”. Los tres pastorcitos soportaban heroicamente mientras tanto una terrible probación.
Todas las mañanas, apenas nacía el sol, Lucía dos Santos y sus primos Francisco y Jacinta Marto, salían a pastorear las ovejas a la soleada sierra. Hasta que un día se les pareció una “señora toda vestida de blanco” que les alteró la rutina.
Aunque exteriormente poco haya cambiado en la vida exterior de los tres niños, interiormente sus almas sufrieron profunda transformación: sus pensamientos reflejaban el pedido urgente de Nuestra Señora por oraciones, penitencia y conversión.
Sacrificios por la conversión de los pecadores
Jacinta, que era la personificación de la felicidad y la vitalidad, se detenía frecuentemente en medio de alguno de los juegos y con seria mirada decía: ¡Son tantas personas cayendo al infierno; son tantas personas! Y su prima Lucía procuraba tranquilizarla: ¡Jacinta, no tenga miedo. Usted va ir al Cielo! Y ella respondía: ¡Sí,sí, yo voy, pero me gustaría que todas esas personas también fueran!
Y Francisco, que se había hecho un poco más contemplativo, manifestaba así el deseo más profundo de su corazón: He pensado mucho en Dios, que está tan triste por causa de tantos pecados. ¡Si yo pudiese causarle alguna alegría! Entonces fue por eso que un día, Lucía, más dotada de sentido práctico, les hizo una propuesta: Vean este pedazo de cuerda. Es pesado y talla. Tal vez podamos usarlo a la cintura como sacrificio.
Pero también su tranquila existencia de niños campesinos pasó a ser incomodada por tantas interpelaciones de incrédulos e incluso de personas con fe que la importunaban con preguntas a veces disparatadas sobre las apariciones. Sintiéndose los niños molestos con esos interrogatorios, fueron percibiendo en ellos que también podían ofrecerlos como sacrificio por la conversión de los pobres pecadores. Con ello quedó en cierta forma resuelto su deseo de hacer penitencia.
13 de agosto: Una sorpresa
Un día en casa de Francisco y Jacinta estos se preparaban para su ida diaria hasta la Cova de Iría donde Nuestra Señora se les había aparecido a los pequeños videntes los tres meses anteriores sobre la pequeña encina. Repentinamente notaron la presencia indeseable del Administrador de la ciudad a Ourém, Arturo de Oliveira Santos, un corpulento e insolente latonero que había abandonado sus deberes religiosos para hacer carrera política alineándose con la corriente anti-católica de Portugal. Lucía ya lo conocía. Pocos días antes la había intimidado con un interrogatorio de tono amedrentador.
¿Le prometía ella no volver más a la Cova de Iría? ¿Le contaría el secreto que Nuestra Señora le reveló el 13 de Julio? Obteniendo para cada una de esas preguntas un categórico “!No”¡ la despachó amenazándola: “!Si no lo revela la puedo condenar a muerte¡” Y ahora, estaba él ahí de nuevo y dentro de la casa de los Marto.
El papá de los pequeños estaba trabajando en el campo y fue llamado de prisa. Al llegar se deparó de repente con el visitante: ¡Ah¡, es usted el Señor Administrador. -Sí, soy yo y también quiero hoy ser testigo del tal milagro. Y en tono insinuante agregó que iba a llevar a los niños en su propia carreta para poder ver y creer como santo Tomás el Apóstol. Entonces exigió que llamaran pronto a los niños para llevarlos pues estaban atrasados pero ellos rechazaron la “amable” invitación. Pero el Administrador dijo algo acerca de pasar por la casa del Párroco que tenía unas preguntas para hacerles a los pequeños videntes.
Atónitos se vieron pronto colocados en la carreta que partió rápidamente tras una nube de polvo. Pasaron primero por la casa del párroco, y al retornar a la carreta vieron que Arturo acosaba los caballos pero tomando un rumbo diferente a la Cova de Iria. ¡Usted está yendo para otro lado! -gritó Lucía. El Administrador sabía exactamente para dónde iba y tomó el camino hacia Ourém. ¡Era un secuestro! Y llegando allá, retuvo a los tres pastorcitos en su propia residencia.
¿Revelar el Secreto? ¡Nunca!
Los pastorcitos estaban angustiados especialmente porque sabían que a esa hora del día ya deberían estar encontrándose con Nuestra Señora en la Cova de Iria. Francisco fue el primero en recobrarse: Tal vez Nuestra Señora se nos aparezca aquí. Dijo esperanzado. Nada sucedió y la hora del almuerzo pasó. Jacinta rompió en llanto cuando ya la última esperanza de aparición de Nuestra Señora los abandonó. Nuestros padres ya no nos volverán a ver; no saben dónde estamos, decía lamentándose. No llores Jacinta -dijo Francisco, vamos a ofrecer esto por la conversión de los pecadores como Nuestra Señora nos lo pidió. Y elevando los ojos al Cielo hizo su ofrecimiento: Jesús mío esto es por tu amor y por la conversión de los pecadores. ¡Y por el Santo Padre también! añadió Jacinta sollozando.
Pasaron así pues un día de incertidumbre y sufrimiento.
A la mañana siguiente el Administrador los llevó a la Prefectura y fue directamente al grano.
Tras el interrogatorio -donde ellos reafirmaron que habían visto a la Bella Señora y que le había revelado un secreto- el Administrador pasó a amenazarlos con cárcel, prisión perpetua, tortura e incluso pena de muerte. Pero a pesar de ello los niños se negaron a revelar el secreto.
En la prisión con criminales
Entonces el Administrador les dijo que el tratamiento suave ya había terminado, y llamando a unos guardias los mandó llevar a un calabozo. Los inocentes niños, naturalmente, nunca habían visto una cárcel por dentro. Y esta era realmente terrible: fría, húmeda y con algunos criminales de varias clases. ¡Quiero ver a mi madre! Exclamó Jacinta al entrar.
Entonces Francisco la animó diciéndole: ¿Entonces, no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión de los pecadores, los el santo Padre y en reparación por los pecados contra el Inmaculado Corazón de María?. Sí, sí yo quiero, respondió Jacinta.
Uno de los presos les aconsejó que era mejor contar el secreto al Administrador ya que él quería tanto conocerlo. -¡Prefiero morir! cortó Jacinta enérgicamente.
Los pastorcitos entonces resolvieron esperar su destino rezando el rosario. Jacinta se quitó una medallita que llevaba al cuello y le pidió a uno de los presos que la colgara a un clavo que había en la pared. Y algunos de los presos, que posiblemente ya habían olvidado la religión, se juntaron torpemente a las oraciones de los tres niños.
Francisco se aproximó a un de ellos y con mucha clama le dijo que si quería rezar sería conveniente que se quitara el gorro. El hombre se lo quitó y lo puso en el suelo pero Francisco lo recogió y lo colocó en una mesita junto al suyo.
Con las conciencias tranquilas y paz en el alma, los niños se olvidaron por un momento del peligro que corrían. Uno de los presos tenía un rústico instrumento musical y todos se pusieron a entonar algunos cantos folclóricos que sonaban extraños en aquel inhóspito lugar.
La caldera de aceite hirviendo
Esta cándida escena fue abruptamente interrumpida por un portazo y una seca orden policial: ¡Síganme! Poco después estaban otra vez frente al Administrador que los intimó de nuevo a que le revelaran el secreto obteniendo como respuesta apenas el silencio de los amedrentados niños. Entonces pronunció una terrible sentencia: ¡Muy bien, yo intenté salvarlos pero ya que ustedes no quieren obedecerle al Gobierno serán arrojados en una caldera de aceite hirviendo!
La fisonomía y modales brutales del Administrador-Latonero, eran los de un hombre dispuesto a cumplir su amenaza. Podríamos imaginar lo que siguió: ¿Ya está hirviendo el aceite?, preguntó al guardia. ¡Sí señor Administrador, ya está listo!
Entonces lleve a esta -dijo señalando a Jacinta que estaba dispuesta al martirio mientras Lucía rezaba en voz alta con fervor. Francisco imploró a la Virgen que diera coraje a Jacinta para morir y no revelar el secreto. Ninguno de los niños duda que estaban ya en la última hora de su vida. El Guardia regresó diciendo que la niña ya había quedado completamente cocida. El próximo fue Francisco dejando en la sala a la pobre Lucía sola con el Administrador que le dijo que le contara el secreto o sino iba a ser la próxima para la caldera. Lucía dijo firmemente que prefería morir también. El Administrador entonces ordenó llevarla y el guardia la levó del brazo por un corredor hasta una sala donde se encontraban Francisco y Jacinta. Ni es preciso describir la alegría de versen juntos sanos y salvos.
¡Sí, Nuestra Señora volvió!
Tras retener a los pastorcitos por tres días en su residencia, en la Prefectura y en la cárcel, el cruel Administrador no tuvo más remedio que admitir la derrota y enviarlos de regreso a Fátima. Ya era 15 de agosto, fiesta de la Asunción de Nuestra Señora. Por aquel mismo día Lucía fue con Francisco y otro primo a cuidar las ovejas. Entonces ella percibió un cambio en la atmósfera, señal que generalmente precedía las apariciones. Lucía mandó al otro primo a que llamara inmediatamente a Jacinta, y algunos minutos después fulguró en el cielo un relámpago, exactamente como aconteciera en las anteriores apariciones de Nuestra Señora. Jacinta llegó corriendo a tiempo jadeando.
De repente estaba de nuevo ante ellos aquella cariñosa y linda figura. Sí, Nuestra Señora había vuelto otra vez.
Autor : Elizabeth MacDonald
(Revista Heraldos del Evangelio, agosto/2005, No.44, Pags. 38-40)
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