Muchos ya deben haber oído hablar de cristianos que murieron por no querer renegar de la Religión Católica. ¿No será que cometieron una imprudencia con tal actitud? ¿Debemos analizar, antes que nada, lo siguiente: ¿cuál era el objetivo de sus entregas? ¿Por quién arriesgaban la vida? ¿Qué los llevaba a superar su propio instinto de conservación?
El Bautista – Museo Federic Mares, Barcelona |
Dirijamos la atención a un comentario de Santa Teresita del Niño Jesús: “El amor se nutre de sacrificios. Cuanto más el alma se niega a las exigencias de la naturaleza, tanto más robusta y abnegada se torna su ternura”. Siendo así, podemos considerar el sacrificio del martirio como una prueba sublime de amor y de entrega a Nuestro Señor Jesucristo. Pues Él mismo dijo: “Nadie tiene un amor mayor que aquel que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Cuando el alma está arrebatada de fervor por la Iglesia Católica, nada la impide de derramar su sangre, hasta la última gota, para que el Nombre de Jesús sea glorificado. Su único deseo es luchar en defensa de la Iglesia y de realizar las obras más heroicas: recorrer la Tierra e implantar en todas partes la gloriosa Cruz de Cristo; anunciar el Evangelio en el mundo entero, hasta en las más lejanas islas; en fin, hacer de su existencia un continuo holocausto al servicio de la Causa Católica, sin importarse con las opiniones ajenas y el peligro de vida a que se expone por realizar tal hecho, porque sabe que después de haber abrazado y besado su cruz recibirá del Divino Maestro la corona de la victoria, reservada a aquellos que renunciaron a sí mismos para seguir los pasos de su Bien-Amado.
Con efecto, un ejemplo de abnegación y entrega podemos observarlo en la historia de San Juan Bautista. Siendo él llamado a preparar el camino del Salvador, anunció al pueblo judío la necesidad de una conversión sincera y realmente fructuosa. Su única preocupación era la de cumplir la vocación para la cual fuera llamado y llevar los corazones a purificarse para recibir dignamente al Mesías. Él producía un shock en muchos, pues era enteramente recto, simple y elocuente. Y gritaba en todos los lugares: “Haced penitencia”.
Ahora, Herodes, el tetrarca, reprehendido por haber tomado a Herodías, mujer de su hermano Felipe, como esposa y por causa de todos los crímenes que practicara, mandó encarcelar al Bautista. Ya tenía los planes preparados para matarlo; con todo, temía la multitud que consideraba a Juan como profeta.
En la fiesta del aniversario de Herodes, la hija de Herodías danzó en su presencia, lo que le agradó enormemente… entonces, dijo a la joven:
- ¡Prometo con juramento darte todo lo que me pidas!
Siendo instigada por su madre, que también poseía un odio mortal a Juan, la joven declaró su pedido:
- ¡Dame, en un plato, la cabeza de Juan Bautista!
El rey, como cumplimiento de su juramento, mandó a sus siervos a la cárcel para decapitar a Juan. Trajeron, entonces, la cabeza y se la entregaron a la joven que luego después dio a su madre.
Analizando este hecho, alguien podría preguntarse: ¿qué gloria tuvo Juan Bautista muriendo solito en una cárcel? ¿Por qué entregó su vida tan fácilmente y sin resistencia? ¿Eso no es una locura? No sería mejor arrepentirse de todo y ser liberado?
Ahora, nada es más noble y más bonito, nada revela más integridad de alma que aceptar sufrir por Nuestro Señor Jesucristo. Cuando un alma resuelve abrazar el dolor, barreras enormes son abatidas, dificultades aterrorizantes caen por tierra y se abre el camino para la visión beatífica. De hecho, Juan vertió su sangre en unión con el Cordero de Dios, que luego sería también inmolado en el Calvario.
Como un héroe, enfrentó a Herodes y murió mártir, dando un ejemplo sublime de grandeza y de serenidad.
Así siendo, cuando Dios nos ofrece cruces y perplejidades difíciles de enfrentar, sepamos seguir los ejemplos de los Santos, abrazando el dolor con entusiasmo y ufanía.
Por la Hna. Rafaela Grossi, EP
No se han encontrado comentarios