Imaginemos una bella catedral, cuyos pilares se asienta en roca sólida. En la punta de su cúpula, hay una piedra angular que sustenta toda la construcción. Por un efecto extraordinario cualquiera, con el pasar del tiempo, tanto la roca que está bajo los fundamentos cuanto la piedra angular se transforman en dos lindos topacios… Tal es la humildad en el conjunto de las virtudes: ella es el fundamento y la piedra angular de la vida espiritual. Al contrario de lo que se podría juzgar, no es ella una piedra bruta, sino el más precioso pilar de la santidad, “la mejor garantía de la gracia y de las demás virtudes”, 1 ¡la joya de gran valor con la cual se compra el Reino de los Cielos!
Si, pues, conforme enseña San Santiago en su epístola, “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (Tg 4, 6). Una vez que la gracia es necesaria para salvarse, concluimos fácilmente que la humildad es ‘conditio sine qua non’ para obtener la eterna bienaventuranza.
Pero, ¿qué viene a ser propiamente la humildad? Es la virtud que nos lleva a reconocer que la única cosa que poseemos son nuestras faltas, y si algo de bueno hicimos, fue por iniciativa e inspiración divina: “Es Dios quien, según su beneplácito, realiza en vosotros el querer y el ejecutar” (Fl 2, 13). Ella “nos inclina a cohibir el desordenado deseo de la propia excelencia, dándonos el conocimiento acertado de nuestra pequeñez y miseria principalmente en relación a Dios”. 2
La humildad nada tiene de hipocresía. Ella es “luz, conocimiento, verdad; no fingimiento ni negación de las buenas cualidades que se recibió de Dios. Por eso decía admirablemente Santa Teresa que la humildad es andar en la verdad”, 3 apunta el P. Royo Marín. En fin, es la humildad como una antorcha encendida que incesantemente derrama sus fulgores sobre las almas, como observa San Alfonso Maria de Ligório: “los orgullosos [están] a oscuras, pues mal conocen su nada; la humildad es la luz que disipa esas horribles tinieblas”. 4
Quién se humille será exaltado
En el Evangelio, encontramos narrada la célebre parábola del fariseo y del publicano. Ambos suben al Templo a rezar. El fariseo, inflado de orgullo, se aproxima del altar y comienza a decir: “Gracias te doy, Dios, que no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, y adúlteros; ni como el publicano que está allí” (Lc 18, 11). El publicano, mientras tanto, permaneciendo a distancia, se pegaba en el pecho, ni siquiera osaba erguir sus ojos a los cielos, y depositaba la esperanza de su corazón en Dios. 5 Bien podemos imaginar lo que el fariseo, en el fondo de su conciencia, injuriaba al publicano. Este, sin embargo, reconocía sus faltas y ciertamente rezaba por aquellos que lo perseguían…
El publicano no estaba preocupado con lo que dirían a respecto de él, muy por el contrario: ocultamente se pegaba en el pecho, pidiendo perdón a Dios, consciente de que había andado mal. Es esta una de las características de la humildad, como afirma Santo Tomás: “La humildad reprime el apetito, para que el no busque grandezas además de la recta razón”. 6 Y más adelante: “Es propio, pues, de la humildad, como norma y directriz del apetito, conocer las propias deficiencias”. 7
Nuestro Señor concluye la parábola diciendo que el publicano volvió a su casa justificado. Aunque a los ojos de los otros él continuase siendo un cobrador de impuestos, ladrón y hasta incluso corrupto, a los ojos de Dios estaba libre de cualquier mancha. En cuanto al fariseo… “¡Pobre fariseo! No se daba cuenta de los males que caían sobre él, por el hecho de procurar la gloria donde no existía”. 8
Así, por más pecador que alguien sea y aunque todo parezca estar perdido, mirar al Cielo y reconocerse miserable es el gran paso que atrae el beneplácito de Dios, pues “el Señor ama a su pueblo, y da a los humildes la honra de la victoria” (Sl 149, 4).
Por la Hna. Ariane da Silva Santos, EP
1 ROYO MARÍN, Antonio. Teología de la salvación.
2 ROYO MARÍN, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 11. ed. Madrid, BAC, 2006
3 Ibid.
4 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGÓRIO. A selva. Porto: Fonseca, 1928, p. 91.
5 Cf. CLÁ DIAS. João Scognamiglio. O pedido de perdão deve ser nosso frontispício de todas as nossas orações. Homilia. São Paulo, 21 mar. 2009 (Arquivo IFTE).
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 161,a.1,ad 3.
7 Ibid. a. 2.
8 CLÁ DIAS. Quando é inútil rezar? In: O inédito sobre os Evangelhos. Op. cit. v. VI, p. 429.
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