Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?” (Sal 33, 13), interroga el salmista.
Y, sin embargo, ¿quién puede afirmar que ha encontrado para sí mismo la perfecta alegría en esta tierra? ¿Es que alguna persona vivió una existencia tan feliz como para, al final de sus días, poder afirmar: nunca he padecido ninguna desgracia?
Insaciable ansia de placeres
Se tenía la noción de que el ser humano había nacido para ser feliz dentro de un panorama terreno, como si lo normal fuera la alegría continua. |
El anhelo de ser feliz está presente en los hombres de todos los tiempos, aunque tal vez alcanzase cierto auge en la denominada Belle Époque, período áureo de la industria y del progreso que aportó bastantes comodidades y bienestar material a Occidente.
Nacido a principios del siglo XX, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira solía decir que los niños de su época sentían la necesidad de tener un juguete más, de disfrutar de una diversión más, porque siempre les parecía que les faltaba algo para estar contentos. Al llegar a la juventud procuraban en la familia, en el colegio o en los círculos sociales que frecuentaban, personas que aparentaban ser dueñas de una perenne felicidad para tomarlas como modelo.
En esos ambientes se tenía la noción de que el ser humano había nacido para ser feliz dentro de un panorama terreno, como si lo normal fuera “la alegría continua, nunca interrumpida por nada desagradable.
Sólo bienestar, buenas perspectivas, ideas alentadoras, cosas que llevaran a la gente a conversar de una manera jovial, agradable y, sobre todo, que les hiciera reír”.1
Por lo tanto, concluye el Prof. Corrêa de Oliveira, se esforzaban por conseguir un tipo de contentamiento “exclusivamente egoísta, basado en la búsqueda y en la fruición de los placeres personales y mundanos. Se trataba de ir detrás de todas las satisfacciones, lícitas e ilícitas, huyendo de la muerte tanto como fuera posible, de las prolongadas enfermedades, de las deficiencias físicas, de las contrariedades morales y psicológicas, de los infortunios y de los sufrimientos”.2
La alegría mal concebida
Como fácilmente se puede comprender, tales perspectivas acababan frustradas, puesto que es inevitable que todo hombre pase por sufrimientos. Nos vemos afectados por enfermedades, hemos de trabajar con ahínco para satisfacer nuestras necesidades y deseos, nos topamos con toda clase de dificultades e incluso tragedias. Y los que buscan la felicidad donde ésta no puede ser encontrada, además de no lograrla, viven en una constante insatisfacción que resulta en tristeza y desánimo.
“La alegría, la felicidad sólo llega cuando pongo mis sentidos sobrenaturales por encima y dominando mis sentidos carnales; vivo más para lo que es sobrenatural que para lo carnal”, 3 explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias.
Condiciones para lograr la felicidad perfecta
Enseña la doctrina católica que para que un objeto sea causa de felicidad perfecta para el hombre, debe reunir en sí cuatro condiciones esenciales: “que sea el supremo bien apetecible, de suerte que no se ordene a ningún otro bien más alto; que excluya en absoluto todo mal, de cualquier naturaleza que sea; que llene por completo, de manera saciativa, todas las aspiraciones del corazón humano; que sea inamisible, es decir, que no se le pueda perder una vez conseguido”.4
Ahora bien, estos requisitos no lo cumplen ninguno de los seres creados, como el dinero, la fama, la gloria o la belleza. Las riquezas, por ejemplo, no evitan la enfermedad ni la muerte, y cualquier contratiempo puede hacernos que las perdamos. De forma análoga, los honores, la fama, la ciencia o el poder tampoco son estables. La salud, la belleza y la fuerza son bienes pasajeros y meramente corpóreos, que terminan, en la mejor de las hipótesis, con el final de esta vida.
En cierto sentido, ni siquiera la práctica de la virtud nos puede traer un gozo perfecto, pues mientras estamos vivos el ímpetu de nuestras pasiones y las tentaciones del Maligno nos pueden hacer perder el estado de gracia.
¿Dónde está la verdadera felicidad?
Por eso nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que “la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor”.5
En efecto, el único que verdaderamente nos puede hacer alegres es Dios. Sabio es, por tanto, este consejo de la Imitación de Cristo: “Ten por vana cualquier consolación que te viniere de alguna criatura. El alma que ama a Dios, desprecia todas las cosas sin Él.
Sólo Dios eterno e inmenso que todo lo llena, gozo del alma y alegría verdadera del corazón”; 6 así como las palabras de Mons. Scognamiglio: “El único ser que apaga ese fuego, ese anhelo de felicidad, que es la Felicidad Infinita -quiero esa felicidad infinita porque he sido creado por ella-, el único ser [que la sacia] es Dios, es Nuestro Señor Jesucristo, es la religión, es el tener la gracia de Dios”.7
No obstante, si Dios es infinito, ¿cómo podría obtenerlo el hombre? San Juan nos ayuda a encontrar la respuesta: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Por consiguiente, la caridad es la que nos da la posibilidad de poseerlo; es la que dilata nuestro corazón para que, ya en este mundo, podamos abarcar un poco más de lo que nuestra capacidad humana conseguiría: la infinitud del Creador.
La caridad “produce en el hombre la perfecta alegría. Nadie posee en verdad el gozo si no vive en la caridad. Cualquiera que desea algo, no goza ni descansa mientras no lo obtenga. En las cosas temporales ocurre que se apetece lo que no se tiene, y lo que se posee se desprecia y produce tedio; pero no es así en las cosas espirituales.
Quien ama a Dios lo posee y, por lo mismo, el ánimo de quien lo ama y lo desea en Él descansa”,8 dice Santo Tomás. Así pues, no existe alegría más auténtica que la del corazón de un santo, receptáculo de la gracia, en el que brillan la caridad y las demás virtudes.
“Un santo triste es un triste santo”
Incluso en medio de los
|
Sin embargo, el Apóstol habla de sí mismo con estas misteriosas palabras: “quasi tristes, semper autem gaudentes” (2 Co 6, 10), nos juzgan tristes, pero siempre estamos alegres.
La alegría del santo está, sin duda, impregnada por una cierta tristeza, la cual no procede de las dificultades de la vida, ya que éstas son insignificantes comparadas con las grandezas celestiales que espera. En el alma de los santos hay una buena tristeza que se armoniza con su alegría y no la mancha. Es esa nostalgia de Dios que Santa Teresa del Niño Jesús cantó tan bien en una de sus poesías: “Por encima de las nubes el cielo es siempre azul y se alcanzan las riberas donde reina el Buen Dios. Espero en paz la gloria de la morada celestial”.9
“Un santo triste es un triste santo”, reza la sabiduría popular. La felicidad de los santos consiste en comprender que “hay un horizonte siempre azul del universo, que nunca cambia, que constituye nuestra alegría y es la prefigura del Cielo”,10 y son las luchas y batallas de esta existencia terrena las que los conducirán hasta allí. “Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la Palabra en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo” (1 Ts 1, 6), afirma el Apóstol.
“Causa nostræ lætitiæ”
Además, los santos poseen el don inestimable e inigualable de tener como auxilio a Aquella que es invocada por la Santa Iglesia como Causa nostræ lætitiæ, la causa de nuestra alegría.
Ella es ejemplo para todos nosotros, porque “ni sus dolores, por grandes que fueran, eran capaces de quitarle ese gozo, por el cual, incluso en medio de los padecimientos más acerbos, el alma de María no dejó nunca de disfrutar de una alegría indecible. Cuando la aflicción de su corazón era grande como el mar, su gozo no dejó de ser inmenso como el cielo”.11
“¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mt 16, 26). Si las dificultades nos hacen sufrir, elevemos nuestro espíritu hacia lo alto y agradezcámosle a Dios el habernos creado para ser copartícipes de las maravillas de la eternidad y por estar continuamente, por la protección de María, invitándonos a la santidad, a fin de que gocemos, en la otra vida, de las alegrías de la visión de su rostro.
Autor : Hna. Mariana Iecker Xavier Quimas de Oliveira, EP
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A verdadeira felicidade. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año IV. N.º 35 (Febrero, 2001); p. 13.
2 Ídem, p. 14.
3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Homilía del viernes de la XXI Semana del Tiempo Ordinario. Caieiras, 31/8/2007.
4 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología moral para seglares. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1996, v. I, p. 32.
5 CCE 1723.
6 KEMPIS, Tomás de. Imitación de Cristo. L. II, c. 5, n.º 3.
7 CLÁ DIAS, OP, João Scognamiglio. Homilía del III Domingo de Adviento. Caieiras, 14/12/2008.
8 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Comentarios a los Mandamientos. Prólogo. In: CUNHA, Duarte da; NEVES, João César das (Org.). Um catecismo de São Tomás de Aquino. A luz da fé: Comentários ao Credo, Pai-Nosso, Ave-Maria e Mandamentos. Lisboa: Verbo, 2002, p. 138.
9 SANTA TERESA DE LISIEUX. Poésies. L’abandon est le fruit délicieux de l’amour. PN 52, str. 17-18. In: Archives du Carmel de Lisieux. OEuvres de Thérèse: www.archives-carmel-lisieux.fr.
10 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conversación. Amparo, 24/3/1977.
11 ROSCHINI, OSM, Gabriel María. Instruções Marianas. São Paulo: Paulinas, 1960, p. 182.
No se han encontrado comentarios