Todo hombre se interroga sobra la finalidad de su existencia.
¿Quién soy? ¿Para qué existo? ¿Cuál es el proyecto de vida de acuerdo con las cualidades y apetencias que siento en mí?
Estas cuestiones suelen surgir durante la adolescencia, pero también pueden aparecer repentinamente en cualquier momento de la vida, sobre todo ante situaciones inesperadas que nos llevan a preguntarnos: “Finalmente, ¿cuál es mi vocación?”.
En qué consiste la verdadera vocación
Todos los hombres son llamados a ser hijos de Dios, a alabarlo, adorarlo y servirlo. |
La palabra vocación proviene del sustantivo latino vocatio, que significa llamamiento, invitación.
Coloquialmente hablando, se identifica a menudo con el deseo natural que alguien tiene de ejercer determinada profesión en función de un conjunto de cualidades que lo hacen apto para ello.
De un joven con sentido práctico y facilidad para las matemáticas se dirá que está llamado a ser ingeniero; de otro con especiales dotes artísticas, que tiene vocación de pintor; y así sucesivamente. Esta correlación entre cualidades personales y el rumbo que le damos a nuestra existencia no deja de ser verídica, pero aquí analizaremos el asunto desde el aspecto religioso y sobrenatural.
Dios ha creado a cada ser humano diferente de los demás, y lo llama a ejercer un papel único en el conjunto de la Creación. En eso consiste nuestra verdadera vocación. Todos los hombres son llamados a ser hijos de Dios, a alabarlo, adorarlo y servirlo, y mediante esto salvar su alma, según la conocida expresión de San Ignacio de Loyola.
Pero cada uno realiza esa vocación general siguiendo un camino particular: la mayoría de los hombres ejerciendo una profesión y constituyendo una familia; otros, formando parte de una comunidad religiosa; otros, por último, santificando a los demás mediante la administración de los sacramentos.
En cualquiera de esos estados de vida, incluso en el laical, la vocación es la expresión del amor de Dios. Conduce al hombre a salir de sí mismo e ir a su encuentro, preguntándose: “¿Qué quiere Dios de mí?”.
Diálogo entre Dios y el escogido
Cuando el individuo corresponde a ese llamamiento, se produce una unión entre lo humano y lo divino, entre el tiempo y la eternidad, entre la criatura y el Creador.
A través de la vocación específica de cada uno es donde Dios entra en diálogo con el escogido, dándole la oportunidad de trazar un proyecto de vida orientado a su propio bien y al conjunto del cual forma parte. Por medio de la vocación el hombre colabora, en cierto modo, en la construcción del Reino de Dios en el mundo.
La vocación, por tanto, llega a ser una manera particular de ver, apreciar y amar a Dios y que enseguida se desdobla en acciones concretas. Vivir la vocación personal en plenitud contribuye a la formación de una sociedad verdaderamente cristiana. Por consiguiente, dicha vocación ha de entenderse a partir de una doble perspectiva: por parte de Dios que llama y por parte del hombre, que debe responder con generosidad al llamamiento divino.
“Vocación y proyecto de vida son las caras, divina y humana, de una realidad psicológica profundamente humana”. 1 Pero, ¿cómo discernir el proyecto que Dios tiene para mí? La respuesta a esta pregunta se obtiene con mucha oración y humildad de corazón. Dios siempre da las luces necesarias para ello, principalmente en el caso de los que son llamados a seguir las vías de la perfección dentro del estado religioso.
En cualquiera de esos estados de vida, incluso en el laical, la vocación es la expresión del amor de Dios. |
Un llamamiento que exige una respuesta generosa
Esa interacción entre lo humano y lo divino es notoria en ciertos pasajes de la Sagrada Escritura, en los que encontramos hombres y mujeres que son llamados a una misión concreta que los obliga a cambiar por completo su proyecto inicial. Los planes de la Providencia se presentan de modo repentino ante ellos, sometiéndolos a dar una respuesta inmediata y radical.
En los orígenes del pueblo de Israel se constata un caso típico con Abrahán. Dios le ordenó “sal de tu tierra” (Gn 12, 1) y el patriarca “marchó, como le había dicho el Señor” (Gn 12, 4). Obedeció sin dudarlo, no exigió ningún signo divino ni puso condiciones. Diferente fue, no obstante, la reacción de Moisés al oír: “Y ahora marcha, te envío al faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel”. Al perentorio mandato divino le siguió una actitud dubitativa: “¿Quién soy yo para acudir al faraón o para sacar a los hijos de Israel de Egipto?” (Ex 3, 10-11).
Moisés se siente incapaz de llevar a cabo tamaña tarea, pero Dios no acepta objeciones. Para confirmarle el origen divino del encargo, el elegido recibe un signo: el Señor le dice que arrojara el bastón que tenía en sus manos, “lo tiró al suelo y se convirtió en una serpiente” (cf. Ex 4, 2-3).
A continuación, para ayudarle a tener la fuerza necesaria, el Señor afirma: “Ahora pues, ve: yo estaré con tu boca y te enseñaré lo que has de decir” (Ex 4, 12). En estos dos ejemplos queda claro que la vocación es siempre una iniciativa de Dios y no depende de las cualidades de la criatura. Existe un llamamiento que exige una respuesta generosa, basada en la fe y sin divagaciones, una donación de sí mismo.
Cristo nos pide seguirle en una vida nueva
En el Nuevo Testamento encontramos igualmente muchos ejemplos de relatos vocacionales caracterizados, en este caso, por ser hechos en y a través de Cristo. “Él es quien da sentido a todas las llamadas. Él es el protagonista; tiene conciencia de su misión de profeta y salvador y nos invita a participar en la misma”.2
El Mesías empieza su vida pública llamando personalmente a Pedro y a Andrés, sus primeros discípulos: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). Asimismo, pasando adelante llama también a Santiago y a Juan (cf. Mt 4, 20). Al día siguiente encuentra a Felipe y le dice “sígueme” (cf. Jn 1, 43). Cristo usa la vocación como un medio para reunir en torno de sí a los Doce, pero también extiende a otros ese llamamiento (cf. Mc 3, 13-14), incluso a los pecadores (cf. Mt 9, 13).
“Toda su predicación tiene algo que comporta una vocación: un llamamiento a seguirle en una vida nueva”. 3 La respuesta afirmativa a esa llamada va acompañada de una garantía eterna: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el Cielo- y luego ven y sígueme” (Mt 19, 21), le dijo Jesús al joven rico.
Un amigo exigente que indica metas altas
A los convocados a seguir los consejos evangélicos en la vida religiosa, Jesús les hace una propuesta radical ante la cual todo el resto pierde importancia. A ellos se aplican con toda propiedad las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mc 8, 34).
Esto significa estar listo para soportar, por el olvido del propio yo por amor a Jesús, todas las dificultades que puedan surgir a lo largo del camino. “Es darle a Él la preferencia sobre todo, sobre sí mismo, sobre la vida, dispuestos a la muerte”.4 “Jesús es un amigo exigente que indica metas altas”,5 afirma San Juan Pablo II.
Esta propuesta, añade, “puede parecer difícil y en algunos casos incluso puede dar miedo. Pero -os pregunto- ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a un mundo construido a la propia imagen y semejanza, o más bien buscar con generosidad la verdad, el bien, la justicia, trabajar por un mundo que refleje la belleza de Dios, incluso a costa de tener que afrontar las pruebas que esto conlleva?”.6
Abrahán se dirige al valle de Canaán, por Antoine Étex – Iglesia de San Pedro y San Pablo, Taurianova (Italia). Moisés y la zarza ardiente – Museo de Guadalajara (España) |
La vocación es expresión de la bondad divina
Aunque el llamamiento es individual, en él hay una dimensión comunitaria que no puede dejar de ser recordada en este artículo. Habiendo sido llamados por Dios a la comunión con su Hijo (cf. 1 Co 1, 9), es necesario que vivamos esa comunión en el Espíritu, que anima el Cuerpo Místico de Cristo en la diversidad de sus dones (cf. 1 Co 12, 4).
La unión de cada bautizado con el Hijo de Dios supone la unión de todos en un mismo Cuerpo (cf. Hch 4, 32), bajo la dirección de los pastores; es decir, la comunidad de los que han sido llamados por el Señor, o sea, la Iglesia. Por eso afirma San Pablo que hay “un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef 4, 4).
Mediante el cumplimiento de la vocación ponemos al servicio del prójimo las cualidades que nos han sido dadas por liberalidad. Al final de nuestras vidas tendremos que rendir cuentas a Dios de nuestro comportamiento en relación con los demás y con nosotros mismos, de los talentos recibidos en función de nuestra vocación. “La Palabra de Dios nos asegura que esta llamada es un diseño de bien, de belleza y de paz mediante el cual cada uno de nosotros, con la ayuda del Señor Jesús, podremos (si queremos) responder al amor con el amor”.7
Por consiguiente, la vocación es expresión de la bondad divina. El hecho de recibir una misión particular es signo de predilección, una garantía de no haber sido creados “por casualidad”, del celo de Dios por nosotros y del deseo de salvarnos.
“La vocación es ante todo don de Dios: no es escoger, sino ser escogido; es respuesta a un amor que precede y acompaña. Para quien se hace dócil a la voluntad del Señor la vida llega a ser un bien recibido, que tiende por su naturaleza a transformarse en ofrenda y don”.8
Debemos responder generosamente al llamamiento de Dios, con la certeza de estar realizando un acto liberador. “En efecto, el don de Dios no anula la libertad del hombre, sino que la promueve, la desarrolla y la exige”.9 En esa adhesión a la voluntad divina es donde se encuentra la verdadera felicidad.
Autor : Hno. Alejandro Javier de Saint Amant, EP
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