Gran tragedia significó para el hombre el pecado original! “El Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Echó al hombre, y a oriente del jardín de Edén colocó a los querubines y una espada llameante que brillaba, para cerrar el camino del árbol de la vida” (Gn 3, 23-24).
Nuestros primeros padres contrajeron una deuda infinita
Apartados del paraíso, donde vivían en estado de gracia, y habiendo perdido la inocencia primigenia, nuestros primeros padres gemían bajo el peso de la deuda contraída con el Creador. Adán se reconocía merecedor de la muerte como castigo por su culpa y buscaba un medio de repararlo. Enseña Santo Tomás que “la ofensa es tanto más grave cuanto mayor es la dignidad de la persona ofendida”.1 Y como Dios es infinito, el pecado cometido contra Él “tiene una cierta infinitud por razón de la majestad infinita de Dios”.2
Por consiguiente, ¡la deuda con Dios es infinita! A esto se añade que la culpa de Adán marcó a toda la humanidad hasta el final de los siglos, porque, como afirma San Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron…” (Rm 5, 12). ¿Cómo reparar tamaña deuda?
Una manera de alabar a Dios y reparar los pecados
Adán y sus hijos empezaron a labrar la tierra, que le daría cardos y espinas, para comer el pan con el sudor de su frente (cf. Gn 3, 18-19). Con el objetivo de reparar de alguna manera la injuria cometida, comenzaron a ofrecer en sacrificio el fruto de su trabajo. Para ello, debía ser ofrecido a Dios las mejores cosas que poseían: los más perfecto frutos y animales sin mancha, como corderos, palomas u otras especies.
Esos sacrificios eran aceptados o incluso pedidos por el Señor, y le eran agradables, como podemos ver en numerosos pasajes bíblicos.
Los israelitas presentaban sacrificios muy diferentes a los de los demás pueblos, aunque en ocasiones practicaron la idolatría. |
Tras el diluvio enviado por Dios a la tierra como castigo por los pecados de los hombres, por ejemplo, Noé salió del arca y levantó un altar, ofreció un holocausto y “el Señor olió el aroma que aplaca” (Gn 8, 21), prometiendo en adelante no maldecir más a la tierra. Los sacrificios, sin embargo, no eran hechos sólo en función de los pecados, porque también eran una forma de alabar a Dios, reconocer su supremo dominio sobre todas las criaturas y manifestarle completa sujeción.
Dependiendo de la finalidad con que eran hechos, podían ser clasificados como: “latréutico, o de simple adoración a Dios; impetratorio, para pedirle beneficios; satisfactorio, en reparación de los pecados; eucarístico, en acción de gracias por los beneficios recibidos”.3 Santo Tomás señala tres motivos para que el sacrificio sea expiatorio: primero, para la remisión del pecado, que aparta al hombre de Dios; en segundo lugar, “para que el hombre se conserve en estado de gracia, unido siempre a Dios, en quien consiste su paz y su salvación”; por último, “para que el alma del hombre se una perfectamente a Dios, lo que acontecerá sobre todo en la gloria”.4
Por lo tanto, no sólo los pecadores debían ofrecerlos, sino también los justos.
Acto externo que refleja la disposición interior
No obstante, canta David: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias” (Sal 50, 18-19). ¿Estaría el rey profeta despreciando la importancia y la necesidad de ofrecer sacrificios? De ningún modo.
Únicamente está afirmando una verdad: de nada sirven las meras prácticas exteriores si no existe sinceridad de corazón, que confiere autenticidad al sacrificio. Pero ellas realizan su papel, ya que el hombre no es puro espíritu, sino un compuesto de cuerpo y alma. “Faltaría algo que ofrecerle a Dios si Él fuera homenajeado solamente en espíritu. […] La vida del espíritu se apaga si no se traduce en un lenguaje hecho para nuestros sentidos”.5
En esa misma línea se expresa el Doctor Angélico, basándose en el obispo de Hipona: “Todo el que ofrece un sacrificio debe participar de él, porque, como dice San Agustín, el sacrificio que externamente ofrece es signo del sacrificio interior por el que cada uno se ofrece a sí mismo a Dios”.6
El hombre tiende a practicar la virtud de la religión
Si echamos una rápida mirada a la Historia, veremos cómo pueblos de las más diversas creencias y épocas han ofrecido sacrificios. No hay nada más explicable, porque el hombre tiende a practicar la virtud de la religión, “una exigencia de la ley natural impresa en el fondo de todos los corazones”. 7
Algunos, como los babilonios y los persas, distorsionaban ese deseo llegando a ofrecer víctimas humanas a sus falsas divinidades; los príncipes fenicios les inmolaban a su hijo predilecto para aplacarles su ira; y a los dioses de los aztecas, en el México precolombino, se ofrecían miles de víctimas humanas al año, a las que se les arrancaba el corazón aún palpitante. Instruidos por el Dios verdadero y siguiendo prescripciones minuciosamente descritas en los libros sagrados, los israelitas presentaban sacrificios de alabanza, de agradecimiento o de reparación, de una manera muy diferente a los demás pueblos.
Aunque en ocasiones los dirigieron a dioses inexistentes, por influencia de los pueblos paganos, provocando el disgusto de Dios y su ira: “Allí quemaban incienso, en todo lugar de culto, al modo de los pueblos paganos, a los que el Señor había expulsado ante ellos. Obraron mal, irritando al Señor, dando culto a los ídolos, cuando el Señor les había dicho: ‘No haréis tal cosa’ ” (2 R 17, 11-12).
Actos imperfectos que no conferían la gracia
Cristo crucificado Iglesia matriz de San Juan del Rey (Brasil) |
Así y todo, incluso los sacrificios santos de la Antigua Ley eran defectuosos, pues, a pesar de que satisfacían en cierto modo a Dios, no conferían la gracia. Tampoco la inmolación de un animal irracional podría borrar los pecados y reparar las ofensas contra el mismo Creador. Sólo eran “el grito de ignorancia de la humanidad que clamaba por un perfecto sacrificio de expiación y reconciliación”.8
¡Qué horrible debía ser el tener el alma manchada a causa de los pecados, la conciencia inquieta por haber ofendido al Dios-Justicia, Señor de los ejércitos, y, lo que es peor, pasar toda la vida haciendo penitencia y ofreciendo sacrificios sin tener la plena certeza de ser perdonado! Sin embargo, Dios no abandonó a su pueblo. Por su misericordia y bondad infinita, Él mismo se hizo sacrificio para redimir a la humanidad perdida.
Ni los frutos, ni los animales, ni siquiera el hombre, culpable por el pecado, serían capaces de restablecer nuestra amistad con el Señor. Únicamente el propio Dios, infinito y santo, revestido de humanidad, podía tomar sobre sí nuestros pecados y borrar las ofensas hechas contra Él mismo.
Un único sacrificio perfecto redimió a todos los hombres
Así fue que, en la plenitud de los tiempos, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14), para rescatar por su propia muerte y Resurrección a los que estaban condenados a muerte. Todos los sacrificios ofrecidos hasta entonces habían sido meras prefiguras del supremo y perfectísimo sacrificio realizado en lo alto del Calvario.
Se cumplen las profecías y cesan las imágenes, porque el único que tiene el poder de salvar a los hombres y sacarlos de las garras del demonio se entregó libremente y por amor. Fue muerto, pero no vencido. Por el contrario, al morir venció a la muerte, destruyó el pecado, abrió las puertas del Cielo y trajo incontables beneficios a la humanidad.
Lo que Adán había perdido en el paraíso, al comer del fruto del árbol prohibido, el Hijo de Dios lo restauró con su muerte en el árbol de la cruz: “Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fl 2, 8). Un único sacrificio redimió a toda la humanidad, de los siglos pasados y futuros, y la Creación entera se benefició, desde los minerales hasta los ángeles.
Con su supremo sacrificio, Jesús abolió los antiguos sacrificios y dejó a su Iglesia, nacida de su costado en la cruz, un sacrificio perfecto, una Nueva Alianza que inaugura también una nueva condición de comunión entre el hombre y Dios: la Santa Misa, que renueva en cada altar, de modo incruento, el sacrificio por excelencia.
Autor : Hna. Mirna Gama Máximo, EP
1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 1, a. 2, ad 2.
2 Ídem, ibídem.
3 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología moral para seglares. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1996, v. I, p. 347.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 22, a. 2.
5 BRILLANT, Maurice (Dir.). Eucharistia. Encyclopédie populaire sur l’Eucharistie. París: Bloud et Gay, 1947, p. 153.
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 82, a. 4.
7 ROYO MARÍN, op. cit., p. 348.
8 PARSCH, Pius. Para entender a Missa. 5.ª ed. Río de Janeiro: Lumen Christi, 1952, p. 15.
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