La primera Navidad no fue un “mero” hecho histórico: un niño nacía en una gruta de Belén. Por el contrario, ese día dividió la Historia en dos, pues aquel Niño no era un cualquiera, sino Dios hecho hombre. La Navidad se transformaba, por tanto, en la fiesta de la alegría que renueva dicho sentimiento en la gente todos los años.
Con el transcurso del tiempo, asumió también el papel de la “fiesta de la familia” por antonomasia, por ser la Sagrada Familia el modelo para todas las familias. De suerte que, a pesar de las vicisitudes por las cuales ha pasado esta fiesta y, en especial, del enfermizo materialismo que impregna la sociedad moderna, muchos ambientes del Occidente cristiano aún no conocen una Navidad sin familia, ni una familia sin Navidad.
Sin embargo, no hace mucho que el ruido de los motores, la dispersiva vorágine de internet y el incesante crepitar de los aparatos electrónicos han ido ahuyentando paulatinamente las alegrías cristalinas y religiosas de la auténtica Navidad.
Y, al igual que muchas otras cosas, la crisis de la fe terminó influyendo en la propia Navidad. No es de extrañar, pues el divino Maestro ¿no preguntó que si cuando Él venga “encontrará fe en la tierra” (Lc 18, 8)?
¡Sí que la encontrará! Porque Jesús prometió que las puertas del Infierno no prevalecerían contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18).
“Ecclesia ibi est, ubi fides vera est”: donde haya fe verdadera, ahí estará la Iglesia. De manera que el recuerdo de la primera Navidad nos lleva este año a considerar la última Navidad de la Historia; y a preguntarnos: ¿puede existir aún alegría navideña en esta época de calamidades apocalípticas?…
La conmemoración de la Navidad, el Nacimiento del Niño Jesús, se fundamenta en la fe y encuentra sustancia en las gracias que en esta ocasión son derramadas sobre los que poseen esa virtud. ¿Quiénes serán los últimos fieles? ¿Cuántos? Nadie lo sabe, pero probablemente no pasarán de un pusillus grex, un pequeño rebaño. Abandonados, desamparados, perseguidos y odiados por el mundo a causa del nombre de Cristo, sabrán, no obstante, reunirse el día de Navidad en torno al único pesebre que quede en la tierra, el último de la Historia de la humanidad.
En medio del caos, de la soledad y de la indigencia, serán los herederos de siglos de bendiciones cuyas gracias ese día se concentrarán -¡multiplicadas y refinadas!- en aquel único lugar, donde brillará la última antorcha de la fe, celebrando la primera venida de Cristo, a la espera del segundo advenimiento.
Y la gracia de Dios, más fuerte que nunca, calentará esos corazones, azotados por toda clase de infortunios, incomparablemente más que la presencia de los ángeles calentó las frías piedras de la gruta de Belén.
¿Quién sabe si la Misa de aquella última Navidad será la postrera de la Historia, seguida del fin del mundo…? Lo cierto es que la primera y la última habrán sido las dos mayores Navidades de la Historia: la Navidad de los pastores anunció la venida del Mesías redentor y de la Misericordia, la Navidad de los héroes precederá la llegada del Cristo gladífero y de la Justicia.
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