Era la víspera de Navidad del año 1950. Las piadosas hermanas Carmelitas de San José, bajo la orientación de su Superiora General, Madre Paula del Divino Salvador, recorrían las residencias de la ciudad de Izalco, en El Salvador. Las buenas monjas visitaban los pesebres domésticos, cantando y rezando para estimular a los fieles a recibir con alegría el nacimiento del Redentor.
En uno de esos hogares, que era muy pobre, les llamó la atención una diminuta imagen del Niño Dios. Parecía esculpido en madreperla, una masa de origen coralino que se forma en el fondo del mar. No tenía grandes pretensiones artísticas, pero sin duda despertaba devoción. Realmente era muy pequeño, ¡y al mismo tiempo encantador!
La familia entonces les contó su historia. La imagen había sido encontrada por su hijo en las rocas de la playa de Las Flores en Acajutla , cuando el padre se encontraba pescando en el mar. El joven la guardó como su mayor tesoro y todos los años era colocada en el pesebre en Navidad.
Allí, el Dulce Niño Jesús de Belén —como se conoció la minúscula imagen— comenzó a ejercer una gran atracción sobre el pueblo fiel.
A lo largo de los años la devoción se intensificó y el número de visitantes creció. Después de un minucioso examen, su culto fue aprobado por Mons. Luis Chávez y González, tercer Arzobispo de San Salvador.
Quien visita hoy la capilla del Colegio de Belén, en Santa Tecla, puede encontrar al pequeño Niño Jesús reclinado sobre un original arreglo, en una concha de ostra, que recuerda la procedencia de su descubrimiento.
A aquellos que lo visitan, el Niño Jesús parece repetir estas palabras del Evangelio: “Os aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 15)
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