Saulo pasó algunos años fuera de Jerusalén, coincidiendo con el período de la vida pública de Jesús. Cuando volvió, constató un gran cambio. La Ciudad Santa no era la misma que él conociera en sus tiempos de estudiante: después de la tragedia de la Pasión, pesaba sobre la conciencia del pueblo y, sobre todo, de las autoridades, la figura ensangrentada de la Víctima del Gólgota, que ellos en vano procuraban lanzar en el olvido. Y más aún: los discípulos de aquel hombre no temían predicar su doctrina en el propio Templo, proclamando que ese Jesús a quien habían matado resucitó de entre los muertos (cf. Hech 3,11ss.).
Tales acontecimientos no podían dejar indiferente a un fariseo militante como Saulo. No comprendía que aquellos simples galileos se levantasen impunemente contra la religión de sus antepasados, arrastrando tras de sí tal multitud de seguidores. Su irritación llegó al auge cuando, estando en la sinagoga llamada de los Libertos, donde semanalmente se reunían judíos de todas las comunidades de la Diáspora, se encontró con un joven llamado Esteban, que anunciaba con todo entusiasmo las glorias del Crucificado.