Las ciudades modernas, iluminadas con todo tipo de luces, no permiten contemplar un espectáculo natural de una simplicidad completa, no obstante, lleno de grandeza: el cielo estrellado.
Las estrellas, especialmente en esas noches en que la Luna emite una suave luz plateada —insuficiente para eclipsar el brillo de los cuerpos celestes más lejanos—, evocan algo de sublime. Parece que traspusieran el mundo palpable y visible, sirviendo de unión entre la esfera material y la sobrenatural. Por eso cantaba el salmista: “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 18, 2).
Determinadas corrientes científicas contemporáneas afirman que el orden del universo es fruto del azar.
Pero, en la mente de Dios, todo existe con total perfección, desde toda la eternidad, en función de su fin y su causa. Al ver, pues, la especial prodigalidad del Creador para enriquecer al firmamento con tan generosa belleza y magnificencia, podemos preguntarnos: ¿qué es lo que estos astros representan?
Hacia la búsqueda de ese simbolismo, situémonos en una noche cualquiera de un navegante en alta mar. Las horas van pasando, pero las agujas del reloj parece que no se mueven. El cántico de las olas, poético durante el día, se transforma en un ruido amenazante. El cielo se cubre con un negro manto que envuelve al barco en incertidumbres.