Entre las más bellas y eficaces oraciones engendradas por la piedad católica está el Rosario. Muchos santos se dedicaron, a lo largo de los siglos, desde que fue iniciada esta devoción, a resaltar sus virtudes, a explicarlo, a desvendar las gracias concedidas por su intermedio, a enaltecerle la eficacia. Por otro lado, se tornó él un lindo objeto también. Pueden ser encontrados rosarios de oro, plata, piedras preciosas, de cuentas hechas con rosas, de semillas, en fin, lo que la imaginación humana pueda concebir.
Además, en todos los lugares y de diversas maneras puede ser recitado. En las iglesias, delante de altares grandiosos, en los santuarios, delante de imágenes milagrosas, en las pequeñas y recogidas capillas, en los cuartos de enfermos, las prisiones, los aviones, en alta mar, en las naves espaciales, si algún astronauta tiene la felicidad de ser católico, en el ruidoso tránsito de las grandes ciudades, en fiestas, en entierros… y sería sin fin esta lista.
Entretanto, en la vida de cada uno, siempre habrá aquel rosario especial, recitado de manera peculiar, con compañeros inolvidables. Para algunos, será el primero, cuando todavía aprendía arrodillado sobre el regazo de la madre. Para otros, aquel recitado en un momento de aflicción y angustia, en el ambiente lleno de imponderables de una recogida iglesia. O será el día en que, en compañía de un santo o de persona muy virtuosa, o del Papa, quizá, se honró a la Madre de Dios por esta oración.
En cierta ocasión, algunas misioneras, ejerciendo su función en Trivandrum, Kerala, en la India, también tuvieron su rosario inolvidable. Fueron ellas invitadas por familias de pescadores a visitar la humilde y encantadora región en que vivían, la cual, pocos años después, fue barrida por el feroz tsunami de 2005. Se trataba de una comunidad centenariamente dedicada a la pesca. Nadie allí se acordaba de haber escuchado contar de ancestros que no fuesen pescadores. Con ufanía, se denominaban “católicos de San Francisco Javier”, porque eran descendientes de aquellos primeros, bautizados por él. Su iglesia, en purísimo estilo portugués del siglo XVI, conservaba las marcas de los 500 años de vida. Pocas veces había sido pintada. Los ladrillos que componían el piso estaban gastados y, literalmente, agujereados de tanto uso. Las imágenes de los santos eran las mismas de siempre, oscurecidas por el humo de las velas. Había solo un banco con genuflexorio para las personas ancianas, pues las jóvenes, con la cabeza recatadamente cubierta por el “palu do saree”, se sientan y arrodillan directamente en el piso arenoso. Suscitaba compasión la oración de algunas señoras, hecha en voz alta, pero individualmente, delante de la imagen de María Santísima, y de algunos ancianos, cuyas espaldas desnudas y muy quemadas denunciaban la larga vida de trabajo, y que se dirigían a S. Francisco Javier. Conversaban con sus santos, todos al mismo tiempo y cada uno exponiendo las necesidades, dificultades y aflicciones del momento. Cuando el pedido era más urgente, elevaban las manos, con las palmas vueltas hacia lo alto, esperando que el santo colocase allí lo que pedían. E insistían. Algunas lloraban: sus seres queridos estaban en alta mar, en la pesca, y podía, de un momento para otro, armarse una tempestad. Y exponían mil otros riesgos que corrían en este valle de lágrimas.
A pocos metros de la iglesia, el gobierno construyó un lindo parque, gramado y lleno de rincones atrayentes, al costado del mar. Allí fue el escenario escogido por la Providencia para una clase de catecismo de los más pintorescas, porque era administrado en inglés, para una traductora que comprendía poco esta lengua, y que pasaba las informaciones al malayalam. Las catequizadas, en general poco manifestativas, en este día estaban tan a gusto, que no contenían las expresiones de sorpresa, júbilo, susto, admiración, al oír las historias de numerosos mártires, si es que era eso mismo que la traductora contaba.
Ya al final de la tarde, con el sol poniéndose en el mar, el ambiente tomando tonalidades doradas, el grupo se puso en camino de regreso a la aldea, distante unos dos kilómetros. Rápidamente se hizo de noche y los pies ágiles y seguros de la joven más vieja guiaban a las demás en medio del campo, pisando las silenciosas y cálidas olas del Océano Índico. Por fin, llegaron a la aldea, que apenas se distinguía en la oscuridad. Y aquí, el mejor las aguardaba. Delante de aquella hilera de cabañas, una vela medio enterrada en la arena iluminaba unas figuras que, en malayalam, recitaban oraciones. Invitadas a unirse al grupo, las misioneras se acomodaron en la arena con ellas y comprendieron, al final, que rezaban el rosario, esta vez formado de conchitas enfiladas en un hilo. Habían solo comenzado, la vela estaba entera. Eran unas 15 señoras, de edades variando entre 25 a 70 años, ciertamente emparentadas entre sí. Con amplias sonrisas de bienvenida, estimularon a las visitantes a rezar también, aunque fuese en inglés, porque, al final, Dios entiende todas las lenguas. Y así lo hicieron.
A cada decena se entonaba un canto, a veces un poco melancólico, arrastrado, otras veces era lo que parecían unas rimas alegres. El ruido del mar, tan próximo, lejos de encubrir las voces, les hacía de fondo musical. Parecía que, en cualquier momento, llegaría un barco trayendo a San Francisco Javier, que había ido a dar una vueltita y retornaba para continuar su apostolado en la aldea. El rosario fue largo. Deben haber rezado unos 2 o 3 rosarios, porque, cuando terminaron, la vela estaba bien gastada. Las señoras rápidamente se levantaron y con gestos y sonrisas invitaron a las extranjeras a una cena. La simplísima refección duró un buen tiempo, lo suficiente para responder preguntas curiosas, contar historias, aclarar dudas, reforzar los recientes lazos de amistad.
Bien tarde a la noche, las misioneras se despidieron, subiendo a un ‘rickshaw’ y llevando un inolvidable afecto por los simples pescadores, que tal vez hayan sido cargados por el tsunami, con sus rosarios de conchitas, junto a su San Francisco Javier.
Por Elizabeth Kiran
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