Conforme vamos leyendo el Evangelio contemplamos diferentes matices de la infinita bondad de Nuestro Señor Jesucristo en el contacto con la gente que se acercaba a Él: a unos perdonando, a otros curando, estimulándolos siempre hacia el bien e invitándolos ad maiora, queriendo salvarlos a todos.
Entre los muchos pasajes que podríamos recordar, uno de los más destacados es, ciertamente, el encuentro del divino Maestro con quien iba a ser el futuro jefe de la Santa Iglesia: “Jesús se le quedó mirando -no le pregunta cómo se llama, pues ya lo conocía desde toda la eternidad- y le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’ (que se traduce: Pedro)” (Jn 1, 42).
La primera mirada del Salvador a Simón Pedro sin duda poseía tanta unción e infundía tal fuerza que en sí misma hubiera sido suficiente para sustentar al apóstol de por vida. Sin embargo, en el momento de la Pasión, quizá ofuscado por una visión naturalista de las cosas, se olvidó de esa gracia y, antes de que cantara el gallo, negó a Jesús tres veces… Fue entonces cuando “el Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro” (Lc 22, 61).
Al recibir en aquella hora de dolor esa mirada, cuya belleza era infinitamente superior a la de los vitrales, al reflejo del sol en las aguas del mar o a cualquier otra maravilla natural, Simón cayó en sí y “flevit amare”, lloró amargamente, (Lc 22, 62).
He aquí la contrición de San Pedro, uno de los más edificantes hechos de la hagiografía. La Divina Providencia quiso permitir esa falta para añadir a la gloria del primer Papa la nobleza del arrepentimiento, por el cual el alma, al reconocer su error y su flaqueza, implora a Dios el perdón y las fuerzas para no pecar más.
Hasta el final de los siglos, Pedro será modelo para todos los que, habiendo caído, no dejaron su blanca túnica bautismal tiznada por las máculas del pecado, sino que supieron teñirla en el morado de la penitencia. Esos colores tan característicos de la Cuaresma los vemos espléndidamente representados en el manacá, un árbol muy familiar a buena parte de los brasileños, sobre todo a los que viven o pasan por las proximidades de la Mata Atlántica. Contrastando con el verde de sus hojas, las flores de dicha planta desabotonan blancas y se vuelven violetas, tras pasar por varios tonos de lila o rosa, creando un espectáculo que deja admirados a cuantos tienen la oportunidad de observarlo.
Cargada de capullos blancos y violáceos, poco exige del suelo y responde con generoso vigor cuando se le da un cuidado especial. Así, también desde ese aspecto, recuerda a las almas penitentes que, al sentirse indignas de la benevolencia divina, retribuyen con mayor amor y renovados propósitos de virtud los beneficios recibidos de Él.
Sepamos ver en la pulcritud del manacá ese elevado simbolismo y comprenderemos mejor cuán agradables a Dios son los corazones que odiaron el pecado cometido y, abandonando el mal camino, comenzaron la vía de la rectitud.
“El mal es odioso en sí mismo – enseña el padre Monsabré-, pero la industriosa Providencia sabe sacar provecho de él a favor del bien. Del espectáculo de la iniquidad triunfante, hace nacer el deseo de una perfección sublime que compensa, a los ojos de Dios, las humillaciones de nuestra naturaleza degradada”.1
Cuando la conciencia nos acuse de alguna falta, busquemos con confianza la mirada de Aquel que “abona” las almas arrepentidas y las fortalece en la práctica de la humildad, llevándolas a florecer magníficamente por el vigor de la contrición.
Autor : Hna. Beatriz Alves dos Santos, EP
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