Al contemplar en la Sagrada Escritura los comienzos de la humanidad, vemos cómo los acontecimientos parecen que toman rumbos inesperados.
Expulsados del paraíso después de la caída original, Adán y Eva tuvieron dos hijos: Caín y Abel (cf. Gn 4, 1-2). Ambos crecieron bajo la mirada atenta y los cuidados de sus padres, que se esmeraban en inculcarles en el alma las enseñanzas recogidas en el Jardín del Edén. Sin embargo, Adán y Eva se asombraban con la diferencia que había entre ellos: el mayor era “violento, […] orgulloso y vengativo”, mientras que el más joven era “dulce y pacífico, […] piadoso y justo”.1
Con el paso del tiempo, el primogénito se hizo agricultor y el otro, pastor de ovejas. Al presentar sus sacrificios a Dios, el inocente Abel ofrendaba las primicias de sus rebaños y la carne más suculenta de las víctimas, mereciendo el agrado del Creador. Caín, no obstante, ofrecía los frutos de la tierra que no le hacían falta, y éstos eran rechazados por el Señor. Por eso, se inflamó de cólera y envidia contra su hermano, culminando en el primer fratricidio de la Historia (cf. Gn 4, 3-8).
Funestas consecuencias del egoísmo
Con la muerte de Abel se iniciaba el horrendo camino que gran parte
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¿Qué le había llevado a convertirse en un asesino? Caín se mostraba cumplidor de sus horarios y obligaciones. Sin embargo, su interior estaba lleno de egoísmo. Trataba de llamar la atención de Eva y buscaba oír de su padre: ¡Qué buen hijo tengo! “Quería el elogio, el incienso, el consuelo de ser bienquisto y bien visto. Pero, en el fondo, hacía todas las cosas por amor propio”,2 y eso fue lo que acabó llevándolo a matar a su hermano. “Egoista, hijo del pecado y llevando las marcas del pecado dentro del alma, era un hombre que hacía las cosas por puro interés”.3
Ahora bien, según le dijo el Señor a Santa Catalina de Siena, tal defecto tiene consecuencias funestas: “El egoísmo, que es la negación del amor al prójimo, se constituye en principio y fundamento de todo mal. Es la raíz de todos los escándalos, odios, crueldades y daños causados a los demás”.4
Con la muerte de Abel se iniciaba el horrendo camino que gran parte de los hombres recorrería a lo largo de los tiempos. Basta con que echemos un vistazo por las páginas bíblicas para que encontremos en ellas numerosos ejemplos de egolatría y desprecio por el prójimo. En el transcurso de los siglos, los hombres se han ido alejando de la virtud, cayendo en los peores salvajismos y crueldades.
Antes de que Jesús naciera, el vicio y el pecado reinaban sobre el mundo, y la humanidad necesitaba una renovación que le diera sentido a su existencia.
Renovación de la tierra y división de la Historia
Llegada, por fin “la plenitud del tiempo” (Ga 4, 4), en una fría y rústica gruta junto a la ciudad de Belén nacía un niño, que traía la solución para todos los males. Vino no sólo para reparar el pecado y curar las heridas que derivan de él, sino también a elevar a los hombres a un nuevo grado de santidad, inimaginable en la Antigua Alianza.
Es lo que afirma Mons. João Scognamiglio Clá Dias en uno de sus célebres comentarios al Evangelio: “Aquel divino Niño, al nacer en un sencillo pesebre, reparaba los delirios de gloria egoísta que los pecadores buscaban ansiosamente. Se encarnaba para cumplir la voluntad del Padre y darnos con ello un perfectísimo ejemplo de vida”.5
De Él emanaban afabilidad, dulzura, un deseo enorme de hacer el bien, una sed ardiente de perdonar, atrayendo hacia sí e infundiéndoles confianza. Cristo iba promoviendo una renovación de las costumbres y modos de ser de los hombres de todas las condiciones, de todos los tiempos y naciones: “Nuestro Señor Jesucristo […] predicó en el mundo el amor al prójimo. Y, sobre esta base enteramente nueva, renovó la tierra, hasta tal punto que la Historia quedó dividida en dos grandes períodos: la era anterior a su nacimiento y la era cristiana”.6
No sólo vino para reparar el pecado, sino también a elevar a los hombres a un nuevo grado de santidad. |
Y esa fue su actitud durante toda su vida terrena: un abismo de bondad, amor y misericordia.
Renovador fuego del amor divino
Sin embargo, la Ley mosaica ya lo determinaba: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 5). Y añadía todavía: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19, 18). Entonces se podría decir que no había novedad en la enseñanza del Salvador.
El divino Maestro, no obstante, amplió este precepto cuando dijo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34). A partir de ese momento no era suficiente amar al prójimo: era necesario amarlo como Él amaba.
“Él nos amó, para que nos amemos mutuamente”,7 subraya San Agustín. “Este amor, carísimos hermanos, renovó ya entonces a los justos de la Antigüedad, a los patriarcas y profetas, como renovó después a los Apóstoles, y es el que también ahora renueva a todas las gentes; y el que de todo el género humano, difundido por todo el orbe, forma y congrega un pueblo nuevo […]. Oyen y observan el ‘mandato nuevo que os doy, de amaros unos a otros’, no como se aman los hombres por ser hombres, sino como se aman por ser dioses e hijos todos del Altísimo, para que sean hermanos de su único Hijo, amándose mutuamente con el amor con que Él los ha amado, para conducirlos a aquel fin que les sacie y satisfaga todos sus deseos”.8
El Señor nos invita, por tanto, a tener un amor por el prójimo llevado hasta el punto de, si fuera preciso, entregarle la vida, como Él mismo lo hizo. Siguiendo su ejemplo, amémonos unos a otros por amor a Dios, llevando a todos la luz de la salvación. De este modo, nuestro mundo, tan egoísta y alejado de los preceptos divinos, será también renovado por el fuego del amor divino, trayéndonos una nueva era, como en los tiempos de Jesús.
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