Autor : Plinio Corrêa de Oliveira

 

Santuario de Santiago de Compostela

Ciertos lugares que relucieron con un esplendor inusual en los tiempos áureos de la Cristiandad conservan aún hoy en día, y con una intensidad a veces sorprendente, una admirable continuidad con su pasado. Y tratándose sobre todo de tradiciones religiosas, la fe muy acentuada por la cual siempre se distinguió el pueblo español nos lleva a encontrar en esa nación ejemplos significativos de esa continuidad.

Tal vez el más expresivo de ellos sea el Santuario de Santiago de Compostela.

Situado en Galicia, al norte de España, su nombre deriva del latín Campus Stellae, es decir, Campo de la Estrella. Según las crónicas, después del martirio de Santiago el Mayor, ocurrido en Jerusalén, su cuerpo fue trasladado por discípulos hacia aquella región hispánica y allí lo sepultaron. Sin embargo, con el paso del tiempo se perdió la noción de dónde habían sido depositados sus restos mortales, hasta un día en que, en el siglo IX, algunos campesinos avistaron una luz inusitada que refulgía sobre el lugar. Comenzaron a excavar y se depararon con los huesos del gran Apóstol.

Dr. Plinio durante su peregrinación al Santuario, en 1988Poco tiempo después se erguía el santuario, que habría de convertirse en uno de los mayores centros de peregrinación de toda la Cristiandad. De toda Europa se acudía a Santiago de Compostela, y con tal afluencia, que en determinadas épocas del año ciertos trechos del camino se transformaban en verdaderas calles, ¡repletas de peregrinos!

Es difícil que exista un lugar más sagrado y más venerable que Compostela. El devoto que allí se presente con verdadero espíritu de peregrinación y el alma vuelta hacia lo sobrenatural, no puede dejar de sentir las inapreciables bendiciones de continuidad con las más antiguas y excelentes gracias de la Civilización Cristiana. Bendiciones peculiares, diferentes de las que se observan en otros santuarios igualmente venerables tales como Aix-la-Chapelle o Genazzano: bendiciones palpitantes en un ambiente embebido de fervor y de entusiasmo.

La iglesia es el templo románico más grande del mundo, aunque su fachada obedece a las líneas de un estilo posterior. Es grandiosa, magnífica e imponente. A primera vista, el exterior puede parecer excesivamente sobrecargado. Pero después de un análisis ponderado, y cuando nuestros ojos se acostumbraron a considerarlo, se percibe que esa sobrecarga es ordenada y muy bonita. Las fachadas laterales también se revisten de una belleza extrema, y todo el edificio forma un conjunto armonioso, digno y lindísimo, con los demás edificios de la plaza en la cual se encuentra.

Internamente posee la hermosura propia del arte románico, con un pormenor bien español: no hay vitrales. La luz penetra a través de una claraboya cuya apertura fue cuidadosamente estudiada para que todo el recinto reciba suficiente iluminación. En sus pasillos laterales se abren diversas capillas, consagradas a determinadas advocaciones de Nuestra Señora y a algunos santos. En el centro, a media distancia entre el altar mayor y la puerta de entrada, existe una capilla del Santísimo Sacramento, bonita y piadosa. Los fieles que allí se arrodillan para adorar al Rey de Reyes, perpetuamente expuesto, son acogidos por una conmovedora imagen del Sagrado Corazón de Jesús, impregnada de unción y de bondad celestiales.

No obstante, el lugar más bendecido del Santuario es, es mi opinión, la cripta donde se encuentran los restos mortales de Santiago el Mayor. La urna funeraria en la cual se conservan es, verdaderamente, una bella y rica imagen del Apóstol, labrada en oro y piedras preciosas, con trazos de inspiración aún pre-gótica.

Santuario de Santiago de Compostela
Las bendiciones de continuidad con el pasado de la Civilización
Cristiana hacen de Santiago de Compostela uno de los más
venerables santuarios del mundo.
Vista de la nave central y del altar mayor.

Una emulación de esa bendición particular es la que se siente en otra capilla del Santuario, situada debajo de la escalera principal. Se trata de una construcción de los tiempos de Carlomagno, el grande y piadoso monarca del Sacro Imperio Romano-Germánico, muy devoto de Santiago y el cual estuvo allí varias veces. Ahí adentro se hace todavía más nítida la noción de continuidad de este presente con las magníficas tradiciones de la Cristiandad, y más viva la idea de que las gracias de hoy y las de ayer se respetan y se entrelazan, ¡constituyendo un tesoro espiritual que nada podrá destruir!

Dos cosas merecen un destaque especial en el conjunto de los atrayentes aspectos del Santuario. Una es el Botafumeiro, inmenso turíbulo de plata que en los días de fiesta suele ser levantado hacia la vasta abertura de la cúpula, y allá en lo alto, describiendo un gigantesco semicírculo, esparce el incienso odorífero por todo el recinto sagrado.

Para alguien que asista por primera vez, ese interesante y laudable ritual de incensar puede tener un cierto aire de ejercicio de fuerza, como quien observa si los hombres encargados de halar las cuerdas tienen el vigor necesario para difundir aquellas fragancias humeantes. Hay, por lo tanto, en medio de ese acto religioso, algo de campesino y de un poco tosco. Pero de un tosco y un campesino sabrosos, encantadores, que da gusto ver, porque constituyen la belleza de las costumbres de un lugar como Santiago de Compostela.

Otra cosa que llama especialmente la atención, porque está llena de simbolismo, es la presencia de las campanas que tocan en las majestuosas torres de la iglesia. Ellas ya resonaban por aquellas regiones en los días anteriores al dominio moro. Cuando los invasores llegaron a Compostela, saquearon el Santuario, llevando las campanas a una mezquita de Sevilla. Siglos después, durante los heroicos hechos de la Reconquista española, San Fernando de Castilla recuperó esas mismas campanas y ordenó que fuesen reubicadas en su lugar de origen.

Cuando estuve allí, también como peregrino, al oír el tañer de esos bronces, testigos de tantas epopeyas, pensé en el triunfo de aquel gran rey español y en el triunfo aún mayor de la Iglesia Católica. Y los repiques que resonaban desde las imponentes torres llenaron mi alma de una armonía extraordinaria.

Una vez más, relucía la admirable continuidad de las bendiciones de la Civilización Cristiana.

(Revista Dr. Plinio, No. 40, julio de 2001, págs. 31-35 – Editora Retornarei Ltda., São Paulo)

Imágenes Relacionadas: