¿Qué sentiría nuestro estimado lector si fuera invitado a rezar el Rosario en compañía de la Santísima Virgen, especialmente venida del Cielo a la Tierra para tal fin?

Pues bien, fue lo que sucedió hace más 150 años en la famosa Gruta de Lourdes, donde Nuestra Señora apareció dieciocho veces a una adolescente de catorce años, Bernardette Soubirous.

En su en su carta Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, mediante la cual añadió los Misterios Luminosos al Rosario, el Papa San Juan Pablo II, refiriéndose a las exhortaciones de la Santísima Virgen a la práctica de esta devoción, dice: “Deseo recordar particularmente dada la incisiva influencia que conservan en la vida de los cristianos y por el reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima, cuyos respectivos Santuarios son meta de numerosos peregrinos en busca de consuelo y de esperanza.”

Lourdes es sinónimo de milagros. De las decenas de millares registrados allí, sesenta y siete han recibido la aprobación canónica por parte de la autoridad competente. Los mismos, acostumbran a llamar más la atención que el mensaje transmitido por la Madre de Dios. Mensaje este, por cierto, revestido de un carácter muy peculiar. La única incumbencia recibida por la vidente fue la de pedirle al párroco, P. Peyramale, la construcción de una capilla y que se llevaran a cabo procesiones. El resto es más una lección de gestos que de palabras.

Sigamos los pasos de Bernardette a través de las dieciocho apariciones, que constituyen en total de doce a quince horas de coloquio con la Reina del Cielo y de la Tierra. El 11 de febrero de 1858, estando Bernardette por casualidad ante la agreste gruta de Massabielle, llamó su atención un fuerte ruido de ventisca. Sin embargo, pudo observar que, de manera inexplicable, los árboles no se movían.

Volviendo los ojos hacia una especie de nicho natural que existía en el inmenso roquedo, observó allí una fulgurante aunque suave luz, y, en el centro, la figura de una joven de pequeña estatura, sonriente, de albísimas vestiduras, con un velo de igual blancura y, en la cintura, una faja azul cuyas puntas bajaban hasta la altura de las rodillas. Dos rosas doradas reposaban sobre sus pies descalzos, cubiertos en parte por el vestido. Del brazo derecho pendía un gran rosario de relucientes cuentas, con la cruz y la cadena doradas. Las manos estaban juntas, a la altura del pecho.

Con una señal de la cabeza, la atrayente Dama invitó a Bernardette a acercarse, pero ésta temió estar siendo víctima de una ilusión. Se frotó los ojos, observó bien y… allí continuaba la visión, con aquella encantadora y materna sonrisa.

Instintivamente, llevó la mano al bolsillo de su delantal, sacó el rosario e intentó santiguarse, mas sintió su brazo inmovilizado.

En ese momento, la Señora de la visión empuñó su propio rosario y comenzó a trazar una amplia, solemne y majestuosa señal de la cruz. Bernardette recuperó el movimiento del brazo e imitó su gesto.

Las dos se entendieron tan sólo por la mirada y, contemplándose la una a la otra, empezaron a rezar el Rosario, sin articular palabras. Concluida la oración, la celestial Visitante hizo una nueva señal, invitando a Bernardette a aproximarse; pero ésta no osó hacerlo.

Tan súbitamente como surgiera, la visión se deshizo, apagándose a continuación la fulgurante luz del nicho. Tomada por entero por lo que acababa de ver, y sin buscarle una explicación al prodigioso acontecimiento, Bernardette sintió una irresistible atracción por aquella joven de indescriptible belleza.

La noticia de lo sucedido terminó por divulgarse por todo el lugar, acarreándole las burlas de las compañeras de clase, la sorpresa y oposición de los padres, la incomprensión del párroco, las amenazas e interrogatorios de las autoridades civiles, la curiosidad popular, que se manifestaba muchas veces con desprecio.

Sin embargo, la Santísima Virgen dirigió los acontecimientos de manera que fueran vencidas todas esas dificultades; y así, el día 18 de febrero, se inició la famosa quincena en que las apariciones se sucedieron con regularidad. Poco a poco, aumentó la afluencia de público; la fuente milagrosa brotó de los dedos de Bernardette, comenzaron los milagros. Dos hechos, entre tanto, marcaron de manera especial a las personas devotas y a los simples curiosos. El primero es que Bernardette siempre rezaba el Rosario junto con la Aparición. Lo hacía con un ritmo irregular, deteniéndose en algunas cuentas, o sonriendo de forma arrebatadora; a veces, lentas y suaves, las lágrimas le corrían por el rostro iluminado.

El público acompañaba de manera instintiva todos los gestos de la vidente. Cada uno cogía su rosario e intentaba seguirla. Sin haber recibido ninguna instrucción para ello, todos sentían que debían imitarla. De manera invariable, al llegar, ella comenzaba a desgranar las cuentas del Rosario y, aún antes de la segunda decena, todos notaban que ya estaba presente la bellísima Visitante. Mirando a Bernardette, sentían lo sobrenatural.

La otra circunstancia notable era el éxtasis de aquella joven. Cuando llegaba Nuestra Señora, la vidente se transfiguraba. Con los ojos fijos en el nicho, perdía el contacto con el mundo exterior. Su rostro resplandecía de un blanco suave, como iluminado por una luz interna. Ella se volvía insensible a los pinchazos e incluso a la llama de la vela que alcanzaba sus manos, por cierto sin causarle daño alguno. Los gestos, el porte, los saludos en dirección al nicho, la angelical sonrisa, todo esto encantaba, conmovía, causaba admiración. Sobre todo, obraba conversiones.

Las apariciones duraban cerca de 20 o 30 minutos. Algunas, principalmente las cuatro últimas, fueron de una duración bastante más larga, alrededor de una hora cada una. En ellas, Bernardette rezó el Rosario completo junto con la Santísima Virgen, acompañada por todos los presentes.

El día de la última aparición de la quincena, 4 de marzo, unas veinte mil personas se aglomeraban en la Gruta, en sus inmediaciones e incluso en la otra orilla del río Gave, agolpándose unas junto a otras, según declaró un testigo. En medio de esta multitud reinaba el más completo silencio, pudiéndose oír el murmullo del agua y el cántico de los pájaros. Muchos habían pasado la noche entera allí, de pie, con frío y una fina lluvia. La majestuosa Dama aún no se había identificado, pero todos estaban seguros de que se trataba de la Santísima Virgen y de que tenían la singular gracia de rezar el Rosario en compañía suya.

La última aparición se dio el día de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. La persecución de las autoridades civiles ya había sido declarada abiertamente. La gruta tenía una barricada y su acceso estaba vedado y vigilado por la policía. Sin embargo, Bernardette, guiada por una llamada interior, logró llegar allá de forma discreta, seguida sólo por tres amigas. Y allí, en silencio, en contemplación, rezó el último Rosario junto a la celeste Visitante.

A pesar de todos los obstáculos, era voluntad de Nuestra Señora transformar aquel sitio en un gran centro de culto mariano. Así, las barreras fueron vencidas una a una, la gruta fue reabierta, los milagros empezaron a multiplicarse. La veracidad de las apariciones no tardó en ser reconocida de manera oficial por el obispo diocesano, dándose inicio a la construcción de la bella basílica que hoy es famosa.

Lourdes acabó por convertirse en el Santuario más visitado del mundo, al cual acuden cada año más de cinco millones de personas de todos los cantos de la Tierra. ¿Qué hacen allí? Imitan a Bernardette, aquella recatada y pura joven que, según dijo Pío XII en su encíclica sobre la Peregrinación a Lourdes, “se volvió bienaventurada, desgranando su Rosario frente a la Gruta, y aprendió de los labios y de la mirada de la Virgen Santa a glorificar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo…”

Si el lector ha tenido ya la felicidad de ir a Lourdes, ciertamente habrá podido rezar el Rosario en el mismo lugar donde tantas veces lo hizo Bernardette. Sin embargo, no es necesario ir hasta allí. En cualquier sitio en el cual recemos el Rosario, acordémonos de que estamos siendo fieles al mensaje que María Santísima vino en persona a comunicarnos.